Acaban de publicar en el sello editorial Alfaguara un libro
de Julio Cortázar que recoge sus clases de literatura en la Universidad Californiana
de Berkeley, impartidas en el otoño de 1980. Proceden los textos de la transcripción
de las sesiones que fueron allí grabadas, y son textos que reflejan, entre
otras cosas, el sentido surrealista y libre de sus motivaciones, su humor, y su
huida del trascendentalismo. Y todo ello sin renunciar nunca a su compromiso
social, que tal vez hoy podemos juzgar como algo naíf, pero que en todo caso
era parte de su tiempo. Como quiera que se acerca el año 2014 -y el centenario
de su nacimiento- están apareciendo nuevos textos inéditos, o nuevas ediciones
de otros viejos, como estas de ahora. Ya se sabe que la sociedad destruye a sus
grandes hombres –y a su mensaje- precisamente al convertirlos en mito, al
santificarlos y colocarlos sobre un altar en el que ya pueden ser venerados,
pero donde no causan peligro. El Nazareno o Guevara son peligrosos en la calle;
no en la iglesia, entre cirios, o en el
cine, entre palomitas.
Entre anecdotarios que se publican a propósito del inminente
Año Cortázar también me ha llegado la noticia, leída en una reseña, de que la
escritora Cristina Peri Rossi, -que ya escribía en nuestra Luna de Madrid hace
30 años- ha publicado una biografía en la que afirma que Cortázar murió de sida,
y no de leucemia; virus que habría contraído en una transfusión sanguínea. No
he leído ninguno de los dos libros. No tengo mucho tiempo disponible para ello;
vivo en una vorágine de acontecimientos que se resume una agenda que me hacen -y
deshacen- todos los días, como Jasón sometido a la furia de los dioses y el mar,
en un escenario más tornadizo que la pista de circo ambulante ruso. Así, debo
concentrar el escaso tiempo que me queda –robado a la noche- en aquellos otros
proyectos literarios que me obligan a leer precisos documentos y libros con los
que nutrirme de ideas con las que seguir alimentando esos proyectos. Leo, pues,
a salto de mata.
Por el contrario, y por compensación, y como recibo todos los
suplementos literarios y revistas de España, estoy al tanto de las novedades editoriales
que sigo a través de las reseñas de críticos y escritores metidos a críticos. No
leo muchos libros, pero sí leo muchos comentarios sobre libros. Practico una
variante del “window shopping”, que consiste en ir de tiendas para mirar los escaparates,
o los mostradores, y que en estos tiempos de crisis se presenta como pasatiempo
y sustituto de las compras que uno no puede hacer. Mi práctica del “book review
reading”, es decir, de la lectura de las reseñas, comentarios y artículos de
los libros, y no de los mismos libros, me ha hecho perder cierta intensidad a
la hora de valorar las tramas, y capacidad de empatía con los personajes. A
cambio, he aprendido a relativizar el valor de la intriga, centrándome en los
debates y contextos que plantea el escritor, ganando en amplitud de miras. Pocas
sucesos me impresionan, aun los más estrafalarios; en cambio, aprecio mejor un buen
argumento.
No sé si todo esto que voy diciendo es relevante para conocer bien a Cortázar, o para conocer sus libros, que es lo que importa, o es lo que
había motivado esta incursión en mi bitácora. Pero estos centenarios y
festejos, contra los que ya escrito alguna maldad en más de una ocasión,
sirven, como decía, para que las naciones se hinchen de gloria -y agiten
banderas- recordando a héroes literarios que en la mayoría de los casos fueron
maltratados en vida, como es el caso que nos ocupa.
Volvamos a Cortázar. Compromiso, humor y broma, y sentido del
juego, todo ello son claves de su obra, junto con un dominio del tempo
narrativo, y de la intensidad con la que es capaz de acelerar y ralentizar el
relato en cualquier instante, a su arbitrio, mientras que por otro lado se
genera una tensión que crea un espacio que se abre hacia algún lado,
misterioso, indagante, que requiere de nuestro concurso para definirse. Por eso
Cortázar se interesó y tradujo a Edgar Allan Poe.
Al margen de esto, la lectura de Rayuela, en nuestra
generación, fue simplemente toda una introducción a la vida, a una forma de
vida que queríamos que fuera nuestra. Cortázar nos enseñó más a vivir que a
escribir; y su valor es tan moral como literario. En mi libro “La Doma del
Elefante”, publicado en la editorial Renacimiento de Sevilla, en 2008, publiqué
un ensayo relativo a estos asuntos y que llevaba por título La novela como apología: Julio Cortázar.
No sé porque ahora llamarlo ensayo me parece presuntuoso. Bueno, publiqué un “algo”,
una lucubración, como decía Cirlot.
Hacía allí referencia, en la lucubración, a esas dos tensiones
cortazarianas, la de juego y la del compromiso. Ambas influencias -o llamadas
sobre el escritor- pueden datarse en
1947, si se nos permite ser algo esquemáticos. Ese año ha publicado Sartre su
ensayo en el que se pregunta “¿Qué es la literatura?”, y que se leyó –mal, o de
manera absolutista- como una apelación irrestricta al compromiso político en el
arte. Y ese año también publica en Buenos Aires el humorista César Bruto un libro
de boutades que tituló “Lo que me
gustaría ser a mí si no fuera lo que yo soy”. Yo tengo una primera edición de
este último libro, que me regaló el poeta y escritor Jorge Monteleone, a modo
de presente, como despedida de mi estancia en Buenos Aires, entre el 1997 y el
2001.
Ambos libros trazan un único perfil cortazariano, vital y
literario, donde se fusiona la desacralización de lo artístico con la idea de
una vida vivida como proyecto compartido, por aludir a Hannah Arendt. Por una parte, existe una obligación con el porvenir que se
cumple viviendo hasta el final nuestro propio tiempo y, por otra, siguiendo
igualmente a Sartre, uno escribiría con la necesidad de sentirnos esenciales en
el mundo, y esta es una esencia que traduce como invitación al lector para que
profundice y termine la obra de uno mismo. Pues es la lectura, -solidaria,
empática, crítica, motivada, como se
dice ahora-, del lector la que brinda sentido final a la obra. Es esta idea del
compromiso sartreano como profundización de la lectura la que conmueve a
Cortázar.
Y frente a este vector trascendental se cruza el otro vector
humorístico y chancero. Y ahí aparece César Bruto y la larga cita de este con
al que se inicia Rayuela. Aquí Cortázar
opta por el despelote, por la broma, por la astracanada. No es tanto la referencia
a Joyce la que induce a Cortázar como la búsqueda de ese dialecto de la calle, surrealista
pero verdadero, que Cortázar encuentra en César Bruto y que consigue hacer suyo
para Rayuela y para otros Cronopios, igualmente partidos por esa doble
filiación. Tengan un Feliz Año Cortázar 2014.
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