No sé si
podemos acordar en que una gran parte de las obras literarias que nos conmueven
tuvieron en el momento de su gestación, y desde luego en el de su recepción, una
finalidad extraliteraria. Son inmortales y perduran, primero, por su
calidad intrínseca, pero en segundo lugar porque esa calidad sólo reluce porque
incorpora, en el entramado complejo de su mensaje, un sentido del compromiso de
orden político, –en su vertiente religiosa o social– que, con claridad,
percibimos de una forma intuitiva, directa, empática, al margen o por encima de
dicha calidad. Entre forma y fondo advertimos un enlace que actúa sobre nuestra
consciencia a modo de disparadero, actuando sobre esas capas profundas y
primitivas de nuestro ser antiguo, más allá de la memoria, o tal vez
sobrevolándola, hacia el origen. Esto que digo se hace evidente, o se torna
como prueba, en el caso de las obras traducidas de lejanas lenguas, o que
proceden de inextricables culturas, allí donde la forma se nos hace arcana y
donde la belleza plástica del ritmo se desdobla en galimatías que aún así nos
mueven.
En La Doma del Elefante, un librito modesto
de piezas narrativas que encubrían ensayos y poéticas, escribí acerca del tema
sartreano del compromiso, pero allí me paré en el compromiso del militante
político y del resistente que quedaba
reflejado en la palabra, discernible en el tiempo, en la acción del ser humano
que en todo tiempo vivido y sufrido reacciona comprometiéndose en la causa que
quiere ser liberadora, o que anhela la justicia o la libertad o la
independencia, la suya, o la de su comunidad o pueblo que se siente amenazado o
violentado por un factor externo.
Sin
desmentirme de aquella piecita, pues no deseo que piense que divago mi tan fiel
como escasa audiencia, sí quiero hoy ir un poco más lejos, o un poco más
adentro, en este espinosísimo asunto de la finalidad
extraliteraria y de la perdurabilidad de la obra.
Es cierto
que en algunos casos, y gracias al trabajo de los filólogos y de otros
estudiosos de la historia antigua y reciente, esa perdurabilidad se asienta en
que somos capaces de ponernos en el lugar de los lectores o de los actuantes
que vivieron el momento en el que tal o cual obra fue creada. Gracias a este
ejercicio somos capaces de imaginar algunas de las reacciones emocionales que
cautivaron a aquellos públicos del pasado que, con toda probabilidad, no
imaginaron que su porvenir estaría en nuestras manos. Y, más recientemente, en
las de un procedimiento de acumulación masiva de información –vía TICS– que
garantiza un hueco en la eternidad literaria incluso a obras tan erráticas como
la mía. Vamos, que hasta el más negado vate aspira hoy a una covacha digital, a
un nicho en la red como este que animo, que nos habrá de salvar del olvido. Bien,
ahora sí que divago.
Volviendo
a lo nuestro, reconozcamos también que en este proceder filológico, empático y
cultista, subyace un cierto esnobismo que era del todo ajeno a aquellos
distantes y primeros destinatarios de textos y obras. Sea como fuere, y a
diferencia de otros pueblos, como el hindú, que se muestra poco interesado en
la datación histórica, para los occidentales, desde Grecia y Roma, la historia es drama, fechado, tasado, drama en gente como pretendía Fernando
Pessoa, agonía, espectáculo de vanidades censadas, acopio de citas y
contracitas, refutaciones verbales que navegan en el tiempo contra unos y otros
autores, interpretaciones y refutaciones que queremos vivir en tiempo presente,
datado. Y es de hecho esta manera de entender la historia lo que nos hace ser sobre
todo occidentales. Objetamos a Aristóteles de Estagira o a Agustín de Hipona, a
Federico Nietzsche o a Ortega y Gasset como si estuvieran ellos a nuestro lado,
de una forma tan inflamada como en ocasiones disparatada. ¿Qué no se ha escrito
sobre el esfumado que nubla la sonrisa que quiso pintar Leonardo de Vinci?
¿Sobre el ser dual que somos o no somos y que reflejan Alonso Quijano y su
escudero? ¿Sobre la locura y la realidad o el radical escepticismo de un Hamlet
o de un Segismundo que no saben si sueñan, si están cuerdos o del todo tan
trastornados como sus apologetas?, por poner algunos ejemplos de la filosofía o
del arte corrientes a todos, si bien me temo que ya no..., gracias a estos
pedagogos modernos que han desterrado a las humanidades de un horizonte antes
común.
Vuelvo de
nuevo a lo nuestro, a ver si esta vez puedo, a lo de la perdurabilidad de la
obra, a lo que se decanta en el recuerdo, al poso de ese vino fuerte que nos
retuerce el alma. Y aquí, hay que decirlo, como complemento a lo ya escrito.
Freud, este otro Segismundo, lo vio, y tiene razón, y siempre la tuvo. Puede que en otras
cosas que afectan a la psique humana, y en todo este asunto de «complejos
griegos», y dejo el equívoco muy á-propos,
se haya equivocado, o simplemente haya exagerado. Esa es la parte hebrea y fina
que tiene que tiene, su exageración.
Lo cierto
es que como pocos, en un tiempo de formalización de nuevas ciencias humanas, y
cuando lo que se buscaban eran certidumbres registrables que indagaran y mapearan los entresijos del cerebro,
como si todo fueran corrientes y cables, Freud adivinó esas otras fuerzas impenetrables
que son los instintos y las pulsiones sexuales y primitivas que anidan en
individuos y en pueblos, en adultos que fueron niños y en niños que son adultos
en potencia. Ese yo oscuro que está detrás del día más claro. Sólo así, por
ejemplo, se puede explicar que las cautelas y los límites que imponen una buena
educación, o una cultura esmerada, de repente salten por los aires, derrumbados
de un golpe tumbativo, y para que salga la bestia arcaica de su madriguera, en
forma de lobo, como supo también anticipar Robert Louis Stevenson en ese
“Extraño Caso del Dr. Jekill y Mr. Hide”, treinta años antes que el doctor
vienés.
Un día, el
cortafuegos y el antivirus pierden su eficacia, nuestro ordenador mental se
queda sin defensas y emerge el ser de las cavernas pre-platónicas con un
cuchillo en la boca dispuesto a dominar y poseer, intacta la sed de
avaricia y poder tan necesaria, tal vez,
en la lucha por la vida y sin cuartel de aquel tiempo de barbarie que hemos,
con enorme esfuerzo, replegado y acotado en este estadio de civilización
superior que se supone nos honra. En fin, perdonen por el este exabrupto de
retórica seudo-lírica…
Por las
mismas fechas, en 1913, en las que el Dr. Freud publicaba Tótem y Tabú, encabezaba nuestro mentado Fernando Pessoa su peculiar
Drama in Gente, y no vendrá mal terminar
esta nota con un poema de Alberto Caeiro (1889-1915), su maestro y coetáneo heterónimo
que encabezó por entonces ese regreso a un paganismo pre-griego, telúrico, que
entronca con ese ser instintivo y sensorial que anida en el abismal Ello «id» de nuestra psique, y que se
enfrenta con nuestra instruida conciencia del Superyó «superego» con un resultado, el Yo, nosotros, siempre incierto y precario…, allí donde el instinto
abraza al mensaje para hacerse eterno, en la obra…
De Alberto
Caeiro, de su libro El guardador de
rebaños (1914-1915), copio el poema nº 2, en la traducción del portugués que
nos ofreció el maestro Ángel Crespo.
2
Mi mirada es nítida como
un girasol.
tengo la costumbre de ir
por los caminos
Mirando a la derecha y a
la izquierda,
y de vez en cuando mirando
para atrás…
Y lo que veo a cada instante
es lo que nunca había
visto antes
y me doy muy bien cuenta
de ello…
Sé sentir el pasmo
esencial
que siente un niño, si
al nacer,
de veras reparase en que
nacía…
Me siento nacido a cada
instante
a la eterna novedad del Mundo…
Creo en el mundo como en
una margarita
porque lo veo. Pero no
pienso en él
porque pensar es no
comprender…
El mundo no se ha hecho
para que pensemos en él
(pensar es estar enfermo
de los ojos),
sino para que lo miremos
y estemos de acuerdo…
Yo no tengo filosofía:
tengo sentidos…
Si hablo de la
naturaleza, no es porque sepa lo que es,
sino porque la amo, y la
amo por eso,
porque quien ama nunca
sabe lo que ama
ni sabe por qué ama, ni
lo que es amar…
Amar es la eterna inocencia,
y la única inocencia es
no pensar…