LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

domingo, 25 de marzo de 2012

La Marcha Nº 1 de Edward Elgar: apuntes de la vida literaria, y de la muerte.

Entrar en la década personal de los cincuenta ha tenido unos efectos colaterales inesperados.  Durante los últimos dos o tres años han muerto de repente varios de mis amigos de generación vital y artística, amigos con los que compartí aventuras de todo tipo, con los que me formé y con los que viví aquellos años ochenta de los que ya he escrito en otras ocasiones aunque no aquí. Para esto sigue siendo válido o útil el epígrafe que inventé para mi tesis doctoral, reutilizado más tarde para algunos ensayos que he ido publicando por aquí por o por allá, sobre todo en Claves de Razón Práctica o en Revista de Occidente: “Si viviste los ochenta y te acuerdas, es que no los viviste”. Es frase que hizo fortuna, y que ya tiene vida propia.


Esta precariedad que se alcanza cuando se llega a los cincuenta me la había anticipado Eudald Carbonell, el paleontólogo de Atapuerca. Hace unos años, en el 2006, caímos por Atapuerca,  Javier Conde y yo, con la idea de organizar una presentación de esos hallazgos en China, durante la Expo de Shanghái 2010. Eudald, junto con Juan Luis Arsuaga y toda la gente de la Fundación, nos recibió, y con ellos visitamos la Sima de los Huesos y el pequeño Centro de Interpretación, así como las obras del Museo de la Evolución Humana, entonces en construcción, ya en Burgos. En un momento de la visita le pregunté a Eudald por los registros de longevidad que se pueden inferir de aquellos restos, que se remontan a muchos miles de años, y por el efecto de la medicina en nuestro tiempo a la hora de prolongar la vida humana. Eudald, con mucha gracia, me explicó que dicho efecto era muy notable, pero que tenía sus límites. Los antiguos seres humanos, si estaban bien cuidados y alimentados, y se comprueba ese extremo cuando se encuentra un enterramiento de un personaje principal, rodeado de collares y abalorios, bien podían vivir cincuenta o sesenta años. Las mujeres, por los partos, o los guerreros, por su condición, en cambio tenían una vida más precaria. Y de ese modo me explicaba que la vida no ha cambiado no ha cambiado tanto como creemos.


Y entonces me comparó la vida humana con la vida útil de un coche, que tiene, por lo común, una garantía de unos cinco años. Y si durante este periodo ocurre un daño mayor que nos deja tirados durante un viaje, como se dice vulgarmente, nos quejamos y con razón al fabricante. Por supuesto esperamos que nos dure hasta diez o doce, pero si a los siete u ocho sobreviene una avería importante comprendemos que el vehículo ya no está en garantía; y que ya no tenemos derecho a la pataleta. Con la vida humana sucede algo parecido, con otros plazos. Hasta los cincuenta estamos en garantía, pero traspasada esta frontera, ya no tenemos derecho a quejarnos al hacedor. Así, la medicina moderna, a modo de buen taller mecánico, tiene la función de que vivamos lo mejor posible y de que se prologue nuestra vida útil, pero sabiendo que en cualquier momento puede sobrevenir el desastre.


Contra lo que se dice, y contra lo que predican los credos que prometen en el más allá una vida más plena que esta que conocemos, el vivo quiere vivir, pues vivir es sobre todo proyecto de vida, acción para la vida, y no preparación para la muerte. Otra cosa distinta es que siempre debemos estar preparados para recibir a esta última, casi con un espíritu deportivo. “Ready for the final stroke”, preparados para el golpe final, dicen los anglosajones. Pues el más grande enigma de la vida es su duración. Esta de ahora puede ser mi última línea, mi último impulso vital, y todavía no lo sé. Este texto, que no sé si llegará a ser leído y que someto y entrego a las ondas electromagnéticas que rigen nuestro mundo, es todavía una incógnita del futuro. La idea de escribir in articulo mortis, esto es, pensando en que tal vez no tengamos muchas más oportunidades de dejar en claro nuestro legado literario o nuestro mensaje debería ser explorada por algunos. Y creo que conduciría a la brevedad, a la síntesis, me explico: a la precisión.


No se trata de decir más sino de decirlo mejor. Juan Ramón Jiménez trascendentalizaba su texto cortando y puliendo, una y otra vez, afinando, más que ampliando. Y así se pasó corrigiendo sus versos hasta el mismo final de sus días: el resultado es Leyenda, su decir definitivo. Y Borges hacia lo mismo, pero empleando otra estrategia, modificando y explicando las razones varias por las cuales tal texto había sido escrito. El porteño es un maestro de la contextualización incesante, hasta el punto de que siendo su mejor exégeta, sus comentarios sobre sus propios textos, al extrañarse de los mismos, producen un efecto de distanciamiento, como si estos últimos hubieran sido escritos por otra persona, o como si hubieran sido escritos desde siempre, a modo de palabra sagrada. Así, ambos afirmaban su objetivo de alcanzar la verdad del escritor antes de morir. Y ambos profesaron la misma creencia de que un escritor de verdad, no un cuentahílos o un pájaro de esos que pían cuando les echan alpiste en el comedero, en realidad tiene en su vida apenas unas cuantas revelaciones, unas cuantas ideas o hipótesis con las que tejer su vida literaria. Lo demás es, con perdón, aburrir a las ovejas.


Yo creo mucho en esto que digo de los maestros citados. Y en mi caso puedo decir que muy pronto adquirí conciencia de lo que quería decir, cuando desde luego no tenía herramientas o conocimientos para decirlo. Pero la intuición, ya estaba, en la nuez. Tal vez a los catorce años o a los quince años, tuve la primera de estas. Mi vida como escritor ha sido tratar de volver a recuperar ese momento de iniciación a la vida y a la literatura: a mi religión y a mi deber en el mundo, aunque parezca pretencioso o irreal expresarlo así. Pero en ello no hay ni había mentira. Tal vez no he conseguido nada, no lo sé. Pero desde luego sigo siendo fiel al primer mensaje recibido. E intuyo que a muchas personas les sucede lo mismo, escriban o no escriban.


Pasaron después los años. Y yo recuerdo muy bien, todavía hoy, cuando cumplí los treinta. Me quedé anonadado. Me parecía una edad del todo inconcebible. Una cifra increíble que nunca hubiera imaginado alcanzar en la larga y maravillosa nube de la infancia y la juventud, pues, mientras estas duraron y se sucedieron de manera natural, llegar a los treinta me parecía que establecía un antes y un después de las cosas y de uno mismo. ¿Y qué decir ahora?, más veinte años después de aquel sucedido…


A lo que venía: en los últimos años, del 2009 en adelante, la parca de la cincuentena se ha llevado a muchos amigos, a Kiko Rivas (comisario de arte, artista y provocateur cultural); a Alfonso Álvarez Lorencio (librero, coleccionista de fanzines y de ediciones de la Alicia de Lewis Carrol); a José Luis Brea (philosoph posmoderno y rizomático); a Juan Ramón "Keko" Yuste, (fotógrafo y orientalista); a Julito Muchamarcha Bullón (barero ilustre promotor del Cañí, y autor de una frase memorable: Madrid será tu Dallas, que dejó estampada en varias pintadas de la ciudad que recibió a Ronald Reagan en 1986); a Sigfrido Martín Begué (pintor metafísico); a mi amigo y compañero de tantas sagas Jorge Berlanga, George, (cariñoso bon vivant y periodista); a algún compañero colegial, pienso en el ingeniero Martínez Lebrusant; a María José Berrocal (documentalista de archivos y expos de Francisco Ayala o de La Luna de Madrid); y ya por último a nuestra querida Lourdes Ferrándiz, de la que me despedí muchas veces y de la que lo sigo haciendo en su blog Un abril encantado, detenido y congelado en las ondas por esta parca como una foto finish que se niega a decir que hemos llegado, ¿adónde? en fin, todos han muerto en los cincuenta, más bien early fifties


También murió el pobre Antonio Gastón, dueño y animador de El Sol, pero este ya en sus buenos setenta. Sin ser viejo, al menos aguantó un poco más.  Al final de la misa que le celebraron en la capilla del Hospital Clínico de Madrid, oficiada por un simpático y dicharachero sacerdote guineano, la familia y los amigos tuvieron el detalle de hacer sonar Pompa y Circunstancia, la marcha nº 1 que compuso Edward Elgar en 1901. Esta marcha la hacía sonar Gastón todas las madrugadas a las cinco en punto, para señalar que El Sol, el local de nuestros desvaríos y desvelos cerraba. Bajo su impulso ascendíamos más o menos tocados de ala, las escaleras forradas de roja alfombra, como todo el local por cierto, y con más o menos fortuna nos enfrentábamos al frío helador de la noche o a lo que quedaba de ella.  Pues El Sol era un local sobre todo de invierno. ¿Nos retiramos?, esa era la eterna duda. 


Mi vida literaria y personal, por aquellos lejanos años y primeros ochenta comenzaba en La Luna de Madrid, en la redacción de nuestra revista, sobre las diez o las  once. Y entre unas cosas y otras me quedaba allí hasta las ocho de la tarde, a tiempo para llegar a inauguraciones artísticas o a presentaciones y debates literarios. Sobre las diez me dirigía hacia El Limbo,  en Alonso Martínez, que regentaba el hermano de Yuste. Luego cenábamos de cualquier manera, y según fuera la onda que buscásemos nos tomábamos alguna copa en locales de "primera hora", los que funcionaban entre las 12 de la noche y las 3 de la mañana, el Penta, El Cutre Inglés, El CalentitoEl Garaje Hermético, La Vía Láctea, el Cock o el de Diego, y tantos otros, según se ponían o se desponían de moda. O nos íbamos de flamenco, al Candela. O si había valor a la Cantina Mexicana de la calle del Tesoro. O de concierto previo en Rock-Ola o en la Morasol. Pero el final, indefectiblemente, nos hacía desfilar a todos los amigos por El Sol, para escuchar la Marcha de Elgar. Para los irredentos, a la salida de este, todavía quedaba Amnesia, donde la mañana te sorprendía con los llamados entonces ejecutivos agresivos llegando a las torres de AZCA, para comerse el mundo, sacrificando en el Altar de la Cantidad, que diría René Guénon.


Esta serie de muertes tempraneras, unida a otra serie más natural pero no menos larga, y que afecta a los padres de amigos que sí se están muriendo a su hora, me ha devuelto a la iglesia, en el sentido de que he tenido que acudir casi a dos funerales por mes, a veces a tres. He recordado así trances y oraciones olvidadas en cuyo poder teúrgico ya no creo. Y he comprobado que la memoria es muy falible, y que sirvió de poco –me parece- el haber ganado varios premios de catecismo cuando yo contaba con siete u ocho años, y era muy devoto. También he visto cómo han cambiado muchos de los ritos de nuestra infancia, y hasta el Padrenuestro. Pues ya no se perdona a los deudores, como en nuestra época. Algo habrá tenido que ver la Banca en ello. En todo caso, la dramaturgia de la misa y el sacrificio católico, con su misterio de la consagración del pan y el vino, y su Teoría de la Transubstanciación, sigue ofreciendo en su conjunto una representación de teatro sagrado de alto voltaje. Es una acumulación de ritos persas, romanos, y hebreos de extraordinaria y pagana fuerza. Y bien representada, impone.


En cuanto a las homilías que dirigen los sacerdotes a mis amigos difuntos,  y a sus familias, no puedo decir que me hayan impresionado, o menos que me hayan consolado. En general, deduzco que carecen de íntima convicción, o eso entiendo yo. Si bien comprendo que el trance es difícil incluso para un avezado predicador curtido en esos menesteres. ¿Cómo consolar al hermano o al hijo o al padre y al tiempo convencerle, porque lo dice el dogma, que una vida mejor ha comenzado? Como ya recogí en mi texto La caja de Pandora, en ciertas épocas de su larguísimo imperio, los egipcios antiguos llegaron a estampar ciento cuatro amuletos para proteger al difunto en su último viaje. Esta multiplicación de pólizas de seguro parece que escondía un cierto escepticismo en la efectividad de las mismas, y en la certeza de la vida de ultratumba. Nada nuevo por lo demás. Oscar Wilde, a propósito del Juicio Final, escribió: “el gran pecador le dijo a Dios: “no puedes enviarme al infierno porque siempre he vivido en él, ni puedes enviarme al cielo porque jamás, ni en parte alguna, he podido imaginarme un cielo. Y el silencio reinó en la casa del juicio”.


Sea como fuere, no es trago fácil despedir a un amigo, esté o no en garantía su chasis, por volver a Eudald Carbonell. Por mi parte, en ocasiones, si me lo han pedido, he tomado la palabra para decir algo del finado. Tomar la palabra, es un decir,  porque este tipo de discurso fúnebre, por recordar a Pericles, es para mí tan imposible que no me sirve para salir del trance ni toda la supuesta experiencia que acumulo en estos menesteres públicos, ni la no menos supuesta retórica que aprendí, y ¡hasta enseñé! en mis días de filosofías. Eso sí, a cuenta de las misas, he dado o hasta firmado la Paz a troche y moche, que esta sigue siendo la parte más cordial de la ceremonia. 


Claro que también se puede despedir al amigo por escrito, y eso da margen para matizar las cosas, y la necesidad del pañuelo disminuye. Durante este periodo he redactado algunos de estos artículos necrológicos, pero siendo tan perentoria la necesidad, y tan seguida, consideré hace poco abandonar tan penoso y triste género. De hecho, cuando murió Jorge Berlanga, hace unos meses, decliné el ofrecimiento que me hicieron en un diario para escribir unas líneas. De repente, pensé que no quería escribir de mis amigos en pasado. Tal vez una tontería. Por suerte, en esto de las despedidas, hay, sin embargo, otro rito que se sigue manteniendo, rito más familiar y amistoso, y muy antiguo, y que consiste en que, tras el funeral o el entierro, se acude a algún bar o cafetería a tomar alguna copa, que se bebe a la salud del amigo difunto, mientras se recuerda un poco su vida.


Para los amigos concitados en aquel Madrid irrepetible, han sido estas copas funerales, tan lastimosamente encadenadas, nuestra última despedida jovial con la que nos hemos dicho adiós. Y así, impostada la sonrisa, tarareamos los que aquí quedamos, los amigos que están en el ajo, cuando no la ponen durante la ceremonia, la Marcha Nº 1 de Elgar, que nos despidió entonces tantas veces, y que lo hace hoy por última vez, cada vez que nos vemos.
¿Nos retiramos?, ¿antes que amanezca?: la eterna duda y pregunta que nos hacíamos hace treinta años, hoy, en estas desbandadas que ahora sí son definitivas, cobra un extraño y nuevo sentido…

lunes, 19 de marzo de 2012

Por qué escribo tan mal y por qué no soy popular. Witkiewicz y otros.

Hace casi treinta años, en 1973, Carlos Barral publicaba, en su Biblioteca de Rescate, Insaciabilidad, la gran novela de Stanislaw Ignacy Witkiewicz y con la que este culmina en 1930 su obra narrativa. Aquella traducción del polaco, realizada por Melitón Bustamante Ortiz,  fue saludada entonces por Leopoldo Azancot como el acontecimiento literario de aquel lejano 1973. Como muchas de las cosas que hacía Barral, aquel libro se convirtió en mítico para muchos de los que creían y creemos que la literatura tiene que ver –además- con la transformación del lector que lee un libro, y que esto consiste en una vibrante aventura que nos cambia del todo una vez terminado el viaje de la lectura. Esto no quiere decir que tenga ser aburrida, la lectura, digo, pero sí que esta se escriba y se haga desde la insobornable independencia del autor, dispuesto a hacer pocas o ninguna concesiones a la galería de retratos y vanidades que son los escaparates de librerías, suplementos y tendencias.

Yo, en el 73, tenía trece años y desde luego no leí tal libro, entonces recién publicado. Por entonces, y desde los 11, recitaba poemas de Federico García Lorca, Miguel Hernández, Rubén Darío, Baldomero Fernández Moreno y otros modernistas. De este último recité con gran éxito su poema porteño Setenta balcones y ninguna flor, ganando numerosos premios dedicados a Santa Cecilia, en el colegio religioso de los Hermanos de La Salle donde yo estudiaba, y donde también actuaba en un repertorio que combinaba obras de teatro de Alejandro Casona como La barca sin pescador, o astracanadas tipo La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca.

Debo aquí decir que si esta obra citada es en sí un prodigio de comedia y enredos y caricatura tragicómica de los propios personajes presentados, en nuestro caso, esta astracanada alcanzaba proporciones mayúsculas, que pocos han imaginado o visto. Digo esto porque nuestro colegio, como tantos de la época, no integraba a las chicas en el aulario. Y esto suponía que en obras como esta, éramos los chicos los que teníamos que representar a los personajes femeninos, a Azofaifa o a Magdalena  o al duquesa, como se hacía por lo demás en el teatro clásico del XVI o de Grecia, para ser precisos. Pero, claro, es fácil imaginar el elemento de burla y de extraña ambigüedad e intriga, para público y compañía, que suponía ver en escena a priápicos y descarados adolescentes de trece y catorce años retándose y cortejándose entre bambalinas y encrucijadas de estoques y ripios.

Sea como fuere, desde la publicación de Insaciabilidad, Witkiewicz pasó a ser considerado en nuestro país, vamos, entre algunos de nuestro país, una especie de símbolo de la buena y a veces secreta literatura que se escapa, por definición, de cualquier intento de mercantilización, gracias, en realidad, a la fuerza intrínseca de su mensaje, y al riesgo que el autor asumió al escribir y que sigue destilando en cada una de las páginas.

Para entendernos, esta novela del autor polaco, junto a su Adiós al Otoño, se sitúan en las coordenadas literarias y temporales de La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, de Auto de Fe de Elías Canetti, o de El hombre sin atributos de Robert Musil, por poner tres ejemplos. Estamos por tanto hablando de libros fundacionales, propios de un tiempo de novelas totalizantes, de intentos literarios que trataron en las primeras décadas del siglo XX de abarcar en su narración las experiencias vitales y filosóficas de un mundo, el del período clásico europeo que se inaugura con la Ilustración, que venía de derrumbarse o estaba a punto de hacerlo. Leer estos libros no es sólo disfrutar de buena literatura sino acceder a otro tipo de conocimiento, casi de iniciación, al tiempo que nos adentramos en la psicología de un periodo histórico que gracias a estos textos podemos comprender más allá de la falacia de las fechas.

Yo conocí estos libros poco después, con 18 años, de la mano de Alfonso Álvarez Lorencio, que fue uno de mis guías literarios desde su puesto de libros de viejo de la Cuesta de Moyano de Madrid, junto a otro guía, el poeta canario Jesús Cabrera Vidal, que también trató de torcerme hacia el jazz, entre otras torceduras.  Ambos pigmaliones me sacaban diez o doce años, y ya habían leído los libros que se supone yo debía leer. Años más tarde, Alfonso el Gordo (q.e.p.d.), que además atesoraba una de las mejores colecciones de ediciones de la Alicia de Lewis Carrol, sería compañero y amigo colaborador de La Luna de Madrid, donde se encargaría de la sección Excálibur, homónimo título al de su fanzine del género de fantasía.

No hay duda que fueron estos años enfebrecidos de lecturas, junto a mis devaneos filosóficos, los que marcaron mi gusto literario entonces, y mi práctica después. Pues lo cierto es que uno, de manera misteriosa, al elegir sus lecturas favoritas y sus autores icónicos, efectúa un tipo de ceremonia terapéutica de rebirthing, como preconizaba Leonard Orr en los sesenta, o al estilo de los newborn christians, de modo que definir un gusto literario supone un renacimiento místico equivalente a una revelación.  Es uno de los argumentos,  o el argumento de Harold Bloom, en The Anxiety of Influence y en A Map of Misreading.  Así, para este, el artista trata de reconstruir su pasado, de afirmar la originalidadvodevil de su patético ex-novismo y esnobismo.

Harold Bloom ha perfeccionado el argumento hasta llevarlo al extremo de la mística recuperacionista, pues al final de este hilo de Ariadna, casi sería el autor del pasado el que vendría a elegir a su sucesor en cada de nosotros, como por otro lado, para seguir con los símiles religiosos, plantean los mormones en alguno de sus apreciables desvaríos. Pues al convocar ceremonialmente en su montaña de Utah a las almas del pasado para que cambien de religión, sacándolas de un cielo para meterlas en otro, que se supone mejor, hacen tal vez como estos autores difuntos, que sedientos de víctimas literarias, van buscando jóvenes escritores en ciernes para poseerlos y obligarlos a escribir los libros que ellos no pudieron culminar en vida, o no supieron materializar debidamente. Ahora, al poseernos, buscan una segunda oportunidad.

Tal vez si yo hubiera caído en otras manos, mi destino literario hubiera sido distinto, y ahora trataría de imitar a Conrad o a Verne, y me hubiera hecho famoso, pero yo caí prisionero, sucesivamente, de Witkiewicz, luego de Broch y al fin de Musil. Y así me va. La única suerte o consuelo es que he comprobado que estas posesiones de uno, estos aposentamientos en el interior de uno, no son definitivos, pues con un cierto y doloroso esfuerzo personal, audacia, y otros rituales que aquí, por pudor, no voy a describir, es posible exorcizarlos y sacar a estos diablillos cojuelos del interior de nuestro cuerpo y mente. Dicho esto, debo declarar que las estancias y viajes por el cuerpo de uno son largas, de tres años como mínimo, pues una vez incrustados en el mediastino, que es donde gustan alojarse, es difícil sacarlos de ahí, con el gravísimo problema añadido de que en cuanto el espacio queda vacío, otro escritor fantasma de la misma cuerda acude al ocupar la plaza que ha quedado vacante. Y digo de la misma cuerda, porque parece que la vez se la tienen dada y pasada entre ellos, y no hay manera de que se la pasen a otros escritores fantasmas que ellos mismos desprecian. Porque hasta tras la muerte, siguen habiendo banderías y gustos del todo irreconciliables. Vamos, que perdido o ganado el gusto en un bando, allí queda uno para siempre.

Sigo. La obra de Witkiewicz inaugura, además, la sensibilidad de la narrativa moderna y es una  cruzada contra el realismo y el naturalismo de anteojeras o de “espejo en medio del camino” y contra el formalismo heredados del siglo XIX, un programa que en Polonia sería magistralmente culminado en la obra de Witold Gombrowicz. En el prólogo a Insaciabilidad, Witkiewicz declara: “la novela, que para mí no es una obra de arte, es por encima de todo la descripción del discurso de un determinado fragmento de la realidad, imaginada o verdadera –lo mismo da-, pero de la realidad definida en el sentido de que lo principal en ella es el contenido en lugar de la forma. Evidentemente, esto no excluye la fantasía más desenfrenada en el tema y en la psicología de los personajes. Se trata únicamente de que el lector se vea obligado  a creer que las cosas son o pudieran ser así y no de otra manera”. La obra se erige en el único lugar convalidador de la experiencia, lo que permite toda la literatura de creación fantástica, y cito, en nuestro ámbito,  a Borges, a Donoso, a Onetti, o a Benet, por si alguno de ellos tiene la bondad de poseerme en cuando desaloje a mi actual inquilino, que todo será mejora.

Vamos a nuestro amigo. Stanislaw Ignacy Witkiewicz nació en Varsovia en 1885, y murió en un bosque, en los alrededores de la aldea de  Jeziory, en 1939.  Witkiewicz o Witkacy, seudónimo de aventuras literarias, fue pintor y retratista notable, crítico de arte, dramaturgo, teórico de la escena y ensayista. Pertenecía a familia de artistas siendo el prototipo del aventurero experimentador finisecular con perfil intelectual. Amigo de los polacos Joseph Conrad (nacido Jósef Konrad Korzeniowski) y de uno de los fundadores de la antropología social moderna, Bronislaw Malinoswki, con quien recorrió en 1914 Nueva Guinea y Australía, Witkiewicz escribió cuatro novelas, las citadas Insaciabilidad (1930), Adiós al Otoño (1927), La única salida, que dejó inacabada, y la formidable obra que es Las 622 caídas de Bungo o la mujer diabólica, publicada en España en Ediciones Destino, en el 2002, en traducción de Josep María de Sagarra.

Toda la obra de Witkiewicz tiene una preocupación esencialista y de corte metafísico que le hace plantear reflexiones constantes acerca del significado del arte y de las formas puras, en relación con el sentido de la experiencia. Es común que sus personajes puedan interrumpir su trepidante acción para discutir, como si la vida les fuera en ello, la última hipótesis de la lógica formal de algún discípulo de Russell.

La vida de Witkiewicz fue legendaria; tantas “barbaridades” se decían de él  que sus clientes acudían al estudio de pintura asustados, temerosos de que les saltase encima. Si cuento ahora algunos detalles con el fin de alagar la curiosidad malsana del lector lo hago con todo reparo y sabiendo que desafío por entero las teorías de Witkiewicz. Este polaco detestaba a los críticos que aludían a la vida del autor con el fin de comentar la obra; así, en el prólogo a la todavía no traducida Adiós al Otoño, leemos: “Manosear en los asuntos del autor en relación con su obra es indiscreto, incorrecto, indigno de un caballero. Pero desgraciadamente cada cual puede verse envuelto en este tipo de suciedad, lo que es sumamente desagradable”. Perdón por eta falta pido y comprensión, como la podría pedir Bungo o Törless.

Aventurero, Witkiewicz recorrió numerosos países y probó todo tipo de drogas siendo notables libros como Narcóticos (1928) o Nicotina, Alcohol, Peyote, Morfina y Éter (1932). Pero Witkiewicz se burla de los propagadores de estos mitos sin negar ni afirmar su veracidad: “dicen que he sido violado por cierto conde bajo la influencia de la cocaína, que he vivido a costa de una rica judía en Ceilán, que drogué una osa en los Montes Tatra”.  Sea como fuere, la muerte de Witkiewicz fue también la muerte de Polonia por muchos años y en cierto modo se puede decir que sus peores temores se confirmaron.

Cuando en septiembre de 1939 los alemanes invaden su país, Witkiewicz cree que sus teorías acerca de la destrucción de Occidente expuestas en Insaciabilidad se están realizando. El 18 de ese mes, en el bosque de Jeziory, junto a su mujer, que sobrevive al intento, Witkiewicz  se suicida. Nuestro autor primero se corta las venas, después los tendones, y al ver que no muere, se corta al fin la yugular, como hará alguno de sus personajes. Terrible final.

Ahora, antes de que pase más tiempo, me quiero centrar en su última novela editada en España. Pues la publicación, hace diez años, de Las 622 caídas de Bungo lo considero como uno de los acontecimientos literarios, y aún vitales, más importantes de los sucedidos en España, y al menos de la magnitud de aquel reseñado a propósito de Insaciabilidad. Las 622 caídas de Bungo o la mujer diabólica, publicada en 1910, es una novela de formación e iniciación, una “bildungsroman”, que nos narra ese periodo de descubrimiento de la vida en un ambiente que podemos relacionar con el vivido por otros personajes adolescentes; pienso en el joven Törless de Musil o en el Stephen Dédalus de Joyce.

El protagonista es el apuesto y deseado Bungo, un aristócrata de veinte años que quiere ser artista y someter sus pasiones a la disciplina del arte puro y la contemplación. Pero no lo consigue. Constantemente se ve arrastrado por todo tipo de lujuriosas tentaciones y distracciones: estas son sus caídas, 622 nada menos. La más terrible es la caída total en manos de la mujer diabólica, Doña Akne, una cantante de ópera de rarísima hermosura sedienta de placeres inacabables. Los amigos, es preciso decirlo, no ayudan. En general son mayores que Bungo y sus hábitos y preocupaciones se ven aquejados del vicio mayor de la dispersión. El barón Brummel, en cuyo palacio transcurre parte de la trama, es un diletante de las matemáticas que satisface sus “monstruosos apetitos sexuales” con la quinceañera Inés Vivian.  Edgar, el duque de Nevermore, es un “conquistador de vida” que oscila entre la excentricidad más absoluta y la paranoia. Y así sigue una larga serie de retratos que nos brinda un fresco estrafalario de la Varsovia aristocrática de primeros del siglo XX.

Una gran parte de esta novela refleja el ambiente dandy y elegante de las clases nobles de aquella Europa dominante que aún no había sido sacudida por las grandes guerras, un ambiente decadente de grandes “conversaciones esenciales” donde la locura y los sentimientos más extremos se suceden ante nuestros ojos sin perder nunca la compostura. Los personajes se pueden insultar y de hecho se hacen todo tipo de “guarradas” pero nunca dejan de saludarse con toda corrección. Las 622 caídas de Bungo es también una novela de amor, y la parte más importante de este texto nos cuenta la relación imposible, celosa y malsana que se produce entre la Doña Akne y Bungo. El texto español que yo he leído, puesto que no hablo polaco, es estupendo, con un excelente uso de la coma y la interpolación, tan necesarios en una novela filosófica y de diálogos intelectuales.

Yo creo que ha quedado aquí aclarado, de una vez por todas, por qué escribo como escribo, y por qué es imposible salir del estatus de worst seller. Pero dicho esto, y ahora que ya estoy del todo liberado del fantasma del amigo Witkiewicz, sí puedo señalar algo que tal vez resulte enigmático, para quien guste las altas cumbres: ya se sabe que cuesta llegar a ellas, ahh, pero qué placer la contemplación del crepúsculo, según con quién se esté…