LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

martes, 25 de diciembre de 2012

Si esto es un gesto. Primo Levi.

¿Se suicidó Primo Levi, arrojándose desde el tercer piso de su propia casa, en Turín, en 1987? ¿O acaso un accidente absurdo nos ha colocado a todos los que le seguimos y le seguiremos en el trance de descifrar ese último gesto, si es que fue un gesto? En Si esto es un hombre y el La Tregua, Levi nos brinda el más hermoso recuento de cómo sobrevivir a la barbarie, conservando la inocencia y la dignidad del vencido. Conservando ese poder de seguir adelante, pese a todo, que en la literatura próxima al Holocausto sólo hallamos en otras obras hermanas como La escritura o la vida, de Jorge Semprún o en Sin destino, de Imre Kertesz.

Pero la pregunta por este no-gesto de Levi sigue en el aire. Todos los suicidios son un acto de resistencia a la muerte, un acto de precipitación mediante el que tratamos de escapar a nuestra hora, tal vez predestinada desde el origen de los tiempos, y en el que decimos: "sobre mi vida mando yo, eligiendo precisamente el momento de mi muerte". El gesto del suicida, por tanto, se produce a modo de exclamación, no a modo de consumación. En él hay más aliento que desaliento, hay más intento de huida que de entrega. Así, todos los suicidios son importantes y tienen una función ejemplar, moralizante, para lo bueno o para lo malo. No en vano escribió Leopoldo María Panero, con su habitual y exagerada contundencia, "todo suicidio es un asesinato colectivo". Y sí, en el suicidio de uno hay un último acto de potlach, tal vez un regalo a la barbarie o a la locura; en todo caso, un gesto de agravio a la vida, el único acto de verdad contranatura que puede hacer el ser humano. Y esto que digo no supone censura, sino constatación de la importancia del acto.

En todo caso, en Levi sigue presente la pregunta explícita, una pregunta que nos llega desde la sorpresa, desde la no-pertenencia y desde el no-lugar en el que uno está y que sin embargo nos sirve de morada..., transitoria, temporal. Levi, judío no educado como judío; partisano solidario descendiente de barones ennoblecidos por Napoleón I, con abolengo de ilustrado y de hijo de la Revolución romántica. Amante contenido, hombre de acción. Literato y químico.

Pero en su oficio de supervivencia, el que le llevó de los Lager a la literatura,  hay algo extraño que nos dice Levi, un desasimiento de la vida que por cierto tal vez no es muy judío, escasamente milenarista y que está relacionado con ese otro judío-no-judío que también fue víctima de sí durante aquellos años, Walter Benjamin.

Lo he anotado aquí alguna otra vez, de otra manera. Como en el teatro, el punto final de la obra (de la vida) es un precipitado hacia el aplauso o hacia otra cosa, la gloria, el descrédito, tal vez el olvido. En Levi, nos quedamos sin saber si ese punto final precipitado siempre es un gesto, o un capricho del azar que ha querido acentuar nuestra melancólica lectura de su obra, añadiendo una incógnita a la memoria..., si esto es un gesto...

domingo, 18 de noviembre de 2012

Mensaje e Instinto. Y Alberto Caeiro.

No sé si podemos acordar en que una gran parte de las obras literarias que nos conmueven tuvieron en el momento de su gestación, y desde luego en el de su recepción,  una finalidad extraliteraria. Son inmortales y perduran, primero, por su calidad intrínseca, pero en segundo lugar porque esa calidad sólo reluce porque incorpora, en el entramado complejo de su mensaje, un sentido del compromiso de orden político, –en su vertiente religiosa o social– que, con claridad, percibimos de una forma intuitiva, directa, empática, al margen o por encima de dicha calidad. Entre forma y fondo advertimos un enlace que actúa sobre nuestra consciencia a modo de disparadero, actuando sobre esas capas profundas y primitivas de nuestro ser antiguo, más allá de la memoria, o tal vez sobrevolándola, hacia el origen. Esto que digo se hace evidente, o se torna como prueba, en el caso de las obras traducidas de lejanas lenguas, o que proceden de inextricables culturas, allí donde la forma se nos hace arcana y donde la belleza plástica del ritmo se desdobla en galimatías que aún así nos mueven.
En La Doma del Elefante, un librito modesto de piezas narrativas que encubrían ensayos y poéticas, escribí acerca del tema sartreano del compromiso, pero allí me paré en el compromiso del militante político y del resistente que quedaba reflejado en la palabra, discernible en el tiempo, en la acción del ser humano que en todo tiempo vivido y sufrido reacciona comprometiéndose en la causa que quiere ser liberadora, o que anhela la justicia o la libertad o la independencia, la suya, o la de su comunidad o pueblo que se siente amenazado o violentado por un factor externo.
Sin desmentirme de aquella piecita, pues no deseo que piense que divago mi tan fiel como escasa audiencia, sí quiero hoy ir un poco más lejos, o un poco más adentro, en este espinosísimo asunto de la finalidad extraliteraria y de la perdurabilidad de la obra.
Es cierto que en algunos casos, y gracias al trabajo de los filólogos y de otros estudiosos de la historia antigua y reciente, esa perdurabilidad se asienta en que somos capaces de ponernos en el lugar de los lectores o de los actuantes que vivieron el momento en el que tal o cual obra fue creada. Gracias a este ejercicio somos capaces de imaginar algunas de las reacciones emocionales que cautivaron a aquellos públicos del pasado que, con toda probabilidad, no imaginaron que su porvenir estaría en nuestras manos. Y, más recientemente, en las de un procedimiento de acumulación masiva de información –vía TICS–­ que garantiza un hueco en la eternidad literaria incluso a obras tan erráticas como la mía. Vamos, que hasta el más negado vate aspira hoy a una covacha digital, a un nicho en la red como este que animo, que nos habrá de salvar del olvido. Bien, ahora sí que divago. 
Volviendo a lo nuestro, reconozcamos también que en este proceder filológico, empático y cultista, subyace un cierto esnobismo que era del todo ajeno a aquellos distantes y primeros destinatarios de textos y obras. Sea como fuere, y a diferencia de otros pueblos, como el hindú, que se muestra poco interesado en la datación histórica, para los occidentales, desde Grecia y Roma,  la historia es drama, fechado, tasado, drama en gente como pretendía Fernando Pessoa, agonía, espectáculo de vanidades censadas, acopio de citas y contracitas, refutaciones verbales que navegan en el tiempo contra unos y otros autores, interpretaciones y refutaciones que queremos vivir en tiempo presente, datado. Y es de hecho esta manera de entender la historia lo que nos hace ser sobre todo occidentales. Objetamos a Aristóteles de Estagira o a Agustín de Hipona, a Federico Nietzsche o a Ortega y Gasset como si estuvieran ellos a nuestro lado, de una forma tan inflamada como en ocasiones disparatada. ¿Qué no se ha escrito sobre el esfumado que nubla la sonrisa que quiso pintar Leonardo de Vinci? ¿Sobre el ser dual que somos o no somos y que reflejan Alonso Quijano y su escudero? ¿Sobre la locura y la realidad o el radical escepticismo de un Hamlet o de un Segismundo que no saben si sueñan, si están cuerdos o del todo tan trastornados como sus apologetas?, por poner algunos ejemplos de la filosofía o del arte corrientes a todos, si bien me temo que ya no..., gracias a estos pedagogos modernos que han desterrado a las humanidades de un horizonte antes común.  
Vuelvo de nuevo a lo nuestro, a ver si esta vez puedo, a lo de la perdurabilidad de la obra, a lo que se decanta en el recuerdo, al poso de ese vino fuerte que nos retuerce el alma. Y aquí, hay que decirlo, como complemento a lo ya escrito. Freud, este otro Segismundo, lo vio, y tiene razón, y siempre la tuvo. Puede que en otras cosas que afectan a la psique humana, y en todo este asunto de «complejos griegos», y dejo el equívoco muy á-propos, se haya equivocado, o simplemente haya exagerado. Esa es la parte hebrea y fina que tiene que tiene, su exageración. 
Lo cierto es que como pocos, en un tiempo de formalización de nuevas ciencias humanas, y cuando lo que se buscaban eran certidumbres registrables que indagaran y mapearan los entresijos del cerebro, como si todo fueran corrientes y cables, Freud adivinó esas otras fuerzas impenetrables que son los instintos y las pulsiones sexuales y primitivas que anidan en individuos y en pueblos, en adultos que fueron niños y en niños que son adultos en potencia. Ese yo oscuro que está detrás del día más claro. Sólo así, por ejemplo, se puede explicar que las cautelas y los límites que imponen una buena educación, o una cultura esmerada, de repente salten por los aires, derrumbados de un golpe tumbativo, y para que salga la bestia arcaica de su madriguera, en forma de lobo, como supo también anticipar Robert Louis Stevenson en ese “Extraño Caso del Dr. Jekill y Mr. Hide”, treinta años antes que el doctor vienés. 
Un día, el cortafuegos y el antivirus pierden su eficacia, nuestro ordenador mental se queda sin defensas y emerge el ser de las cavernas pre-platónicas con un cuchillo en la boca dispuesto a dominar y poseer, intacta la sed de avaricia  y poder tan necesaria, tal vez, en la lucha por la vida y sin cuartel de aquel tiempo de barbarie que hemos, con enorme esfuerzo, replegado y acotado en este estadio de civilización superior que se supone nos honra. En fin, perdonen por el este exabrupto de retórica seudo-lírica… 
Por las mismas fechas, en 1913, en las que el Dr. Freud publicaba Tótem y Tabú, encabezaba nuestro mentado Fernando Pessoa su peculiar Drama in Gente, y no vendrá mal terminar esta nota con un poema de Alberto Caeiro (1889-1915), su maestro y coetáneo heterónimo que encabezó por entonces ese regreso a un paganismo pre-griego, telúrico, que entronca con ese ser instintivo y sensorial que anida en el abismal Ello «id» de nuestra psique, y que se enfrenta con nuestra instruida conciencia del Superyó «superego» con un resultado, el Yo, nosotros, siempre incierto y precario…, allí donde el instinto abraza al mensaje para hacerse eterno, en la obra… 
De Alberto Caeiro, de su libro El guardador de rebaños (1914-1915), copio el poema nº 2, en la traducción del portugués que nos ofreció el maestro Ángel Crespo. 
2
Mi mirada es nítida como un girasol.
tengo la costumbre de ir por los caminos
Mirando a la derecha y a la izquierda,
y de vez en cuando mirando para atrás…
Y  lo que veo a cada instante
es lo que nunca había visto antes
y me doy muy bien cuenta de ello…
Sé sentir el pasmo esencial
que siente un niño, si al nacer,
de veras reparase en que nacía…
Me siento nacido a cada instante
a la eterna novedad del Mundo… 
Creo en el mundo como en una margarita
porque lo veo. Pero no pienso en él
porque pensar es no comprender…
El mundo no se ha hecho para que pensemos en él
(pensar es estar enfermo de los ojos),
sino para que lo miremos y estemos de acuerdo… 
Yo no tengo filosofía: tengo sentidos…
Si hablo de la naturaleza, no es porque sepa lo que es,
sino porque la amo, y la amo por eso,
porque quien ama nunca sabe lo que ama
ni sabe por qué ama, ni lo que es amar… 
Amar es la eterna inocencia,
y la única inocencia es no pensar… 

sábado, 10 de noviembre de 2012

Éxitos o malentendidos. Lawrence Durrell.

La relación del poeta, del autor por antonomasia, en particular, con su obra, siempre estuvo en general más ligada con el sentido de la gloria por alcanzar y de la memoria por dejar, en esas obras, que con el público que la leyere en ese momento. No quiero decir que eso último no importase. Para nada. Siempre que ha habido cierto sentido de democracia, de tolerancia a la hora de emitir la opinión, y por tanto público dispuesto a recibir doctrina o arte sin castigo, ya fuera en tiempos de Grecia o en los nuestros burgueses, el autor ha cortejado el decir de la gente, aunque sólo fuera por aquello de la necesidad de sentirse parte del mundo. Casi podemos pensar lo mismo de filósofos y profetas; y por supuesto de novelistas.

Incluso en estos años de crisis que nos acercan a todos, autores minoritarios y mayoritarios, de inéditos o de réditos, ¿acaso puede haber un escritor digno de tal nombre que no sacrificaría gustoso, si se le pudieran ofrecer seguridades, el éxito de hoy por la fama imperecedera de mañana? ¿La vida incómoda y llena de estrecheces de lo que nunca deja de ser un momento a cambio de la fortuna literaria de la posteridad? Es verdad que nos hemos protestantizado un tanto, por seguir a Weber, y habrá alguno que dude entre la vida muelle de ahora y el silencio de mañana. Pero este que dude poco digno será de la verdadera grey que desde tiempo inmemorial honra en el altar de la Diosa Blanca.

El éxito en vida y la gloria eterna, la de la memoria de los hombres, por supuesto que también se ha dado o coincidido; pero con más frecuencia el reconocimiento ha sido más bien tardío, hacia el final de la vida de uno o, sencillamente, tras el tránsito hacia lo desconocido que es la muerte. No sé si es deseable la conjunción de ambas instancias, pero incluso en el caso de los autores de ambiciones religiosas, sólo ha sido el tiempo el que ha dado la verdadera medida a aquella creación profética cuya potencia perturbadora aspiró a dogma de fe. Pensando sólo en algunos de los Justos, ¿fracasaron en vida el Maestro Kong, nuestro Confucio, o Jesús de Nazaret? ¿Sidarta Gautama o Sócrates? Es posible que esta pregunta retórica sea de aplicación más discutible para estos últimos mentados, quienes nos dirían, especulo, que el éxito o la gloria de su mensaje está en relación con el sentido de pureza y de autenticidad del mismo, y no tanto con el de su extensión, perdurabilidad o nombradía. Si es así, ambos cuatro han fracasado, muy notablemente, puesto que su éxito sólo ha sido posible gracias a un formidable malentendido.

Esto me recuerda un bello poema de mi venerado Lawrence Durrell, y es el que dedica a Horacio, tras su lectura en la edición de clásicos de James Loeb. El poema lleva el título de "On First Looking into Loebs´s Horace" (Un primer vistazo en el Horacio de Loeb"). El poema es un recuento o trasposición de los azares del poeta romano, cuya última estrofa, la que aquí nos conviene, dice así:
 

So perfect a disguise for one who had
Exhausted death in art -yet who could guess
You would discern the liar by a line,
The suffering hidden under gentleness
And add upon the flyleaf in your tall
Clear hand: `Fat, human and unloved,
And held from loving by a sort of wall,
Laid down his books and lovers one by one,
Indifference and success had crowned all´.

Que en una traducción aventurada y atrevida propongo como:


Oh tan perfecto disfraz para quien
vació la muerte en arte - y aún adivinar pudiera
o discernir al mentiroso por una línea,
al sufriente oculto en cortesías
y anotar en la alta celosía

de su clarísima palma: 'Gordo, humano y malquerido,
separado del amor por una especie de muro,
derribados libros y amantes uno a uno,
coronados de indiferencia y éxito todos han sido.

 

¿Perduramos, pues, a costa de una tergiversación que combina en el supuesto éxito la indiferencia de una vida que ya no lo es? ¿Es la memoria un equívoco que con dificultad deshacemos?

Y sin embargo, estas mismas palabras de un 10 de noviembre de 2012, en un día lluvioso de Madrid, mientras escucho a lo lejos, en el salón, las sonatas de piano de Beethoven, ¿es todo ello acaso la prueba en contrario de que ese equívoco puede revelarse como parte de una trascendencia pagana que nos trae hasta hoy a Horacio y a Durrell? ¿Reviven al presente en el recuerdo? ¿Recobran vida ambos? Sin duda ni el uno puede apurar el cálido vino ni el otro recuperar al amante, pero, ¿en nuestra apelación de hoy, qué hay de ellos que resplandece en la oscurísima tarde de este frío otoño?

 

 

domingo, 22 de julio de 2012

Morir, mutis por el foro, salir. Vicente Aleixandre.

¿Importa tanto la salida?, ¿el último gesto?, ¿la última palabra?, ¿importa eso más que la vida, que toda la vida, o que los mejores momentos de la vida?, ¿por qué estamos tan pendientes de ese instante que debe ser sin duda insignificante si lo colocamos en la perspectiva de una vida completa? Y sin embargo así sucede.  

Hace menos de un mes ha muerto mi hermano mayor, de cáncer, sólo tenía 58 años. Y entre todas las cosas que se dicen, entre familiares y amigos, está esta de saber qué pensaba o qué no pensaba, o qué decía o dijo, a solas, o al descuido, o en actitud de complicidad o tal vez medio ido, mientras su vida se iba apagando. Un amigo atesora una frase que otro no oyó, otro hermano, un consejo o una súplica, una enfermera, una actitud que siempre se presume valiente en el trance. El médico, en su papel, despachando enfermos y candidatos a finados. Con prórroga o sin ella. En fin, nadie sabe nada. Y como en el teatro, o en la novela, el punto final de la vida es un precipitado hacia el aplauso o hacia otra cosa, que no sé si es el olvido. Pero que desde luego sí es el fin del mundo para el que se va. 

Entre los que quedamos en tierra, y no hemos partido en la nave, por hacer imagen griega o egipcia, se reparten condolencias y tristezas. Pero nada de todo eso consuela al muerto, que al cambiar la vida por la muerte, se encajona entre cuatro tablas; así, morir es como meterse en un armario; unos se esconden, otros vuelven. Tal vez por eso los niños temen a los grandes armarios. 

Bien que lo decía Píndaro y yo lo he repetido muchas veces, y aquí, Sueño de una sombra es el hombre, pues el castillo de naipes que es la vida y en el que tanto esfuerzo ponemos, puede derrumbarse en un instante, como aquél atleta pindárico que pasaba del laurel al ciprés igualmente laureado, del tálamo al túmulo podemos decir, que es cosa de paronomasia, juego verbal con nombre de enfermedad muy seria para quien la padece. 

Parece que el tiempo pasa y la fiesta se acaba. Vicente Aleixandre, en Sombra del Paraíso, escrito entre 1939 y 1943, en decir, en aquella época en la que el Señor del Mal se había enseñoreado del mundo, escribe, al final de su poema Primavera en la tierra y dirigiéndose a los poderosos hados que habían gobernado su juventud, y también la efímera esperanza de España, y de Europa:  

Hoy que la nieve también existe bajo vuestra presencia
miro los cielos de plomo pesaroso
y diviso los hierros de las torres que elevaron los hombres
como espectros de todos los deseos efímeros.


Y miro las vagas telas que los hombres ofrecen,
máscaras que no lloran sobre las ciudades cansadas,
mientras siento lejana la música de los sueños
en que escapan las flautas de la Primavera apagándose. 

Sí, Pan se aleja y vuelve a los bosques, la juventud se marchita y la muerte y la consunción ya lo invaden y permean todo. Los títulos de los poemarios de Aleixandre son elocuentes y gráficos a la hora de ilustrar el paso de la vida en el hombre. El poeta joven de Pasión de la Tierra (1928-1929) o de La destrucción o el amor (1932-1933), ya va dando aquí en este que he copiado paso al poeta que escribirá los Poemas de la Consumación (1965-66) o losDiálogos del Conocimiento (1966-1973). Sí, la vida pasa, el amor se desvanece, las fuerzas flaquean, y se supone que antes de esa consumación nos hacemos más sabios, si tal vez, cuando ya no lo necesitamos. Más adelante, en los Poemas de la Consumación, nos dice en el terrible Rostro Final:
 
La decadencia añade verdad, pero no halaga.
Ah, la vicisitud
No se cancelará, pues es el tiempo.
Mas sí su doloroso error, su poso triste. Más bien su torva imagen,
Su residuo imprimido: allí el horror sin máscara.
 
Mucho recomiendo este hermoso libro, los Poemas de la Consumación a quien aquí se queda, de momento, con pocas ganas de meterse en el armario, o almario, que para el caso…

La vida, como sabían los filósofos vitalistas, es proyecto. Y su antítesis es la muerte, salvo para el creyente. Y entre estos últimos, está claro que la mayoría no las tiene todas consigo, por cómo se aferran al mundanal… Fuera el sarcasmo, uno, en cuanto que vida, nunca está preparado para aceptar el suceso de la muerte. Mi posición ante ella ha ido variando a lo largo del tiempo, como todo. De adolescente, la muerte me era tan inexistente como el futuro que me estaba reservado, y aún el que me aguarda no deja de producirme por igual desconcierto y curiosidad. Pero en medio del turbión de pasiones de la edad, la muerte ejercía sobre mí una suerte de atracción sólo comparable a la del amor. La propia idea del suicido, en la que todo joven piensa alguna vez, antes de hacerse hombre, se mostraba como un eco de esa meditación electiva, en la línea extrema de la muerte propia que reclamaba Rilke o Juan Ramón. 

En todo caso, la muerte del suicida es otra cosa, en cuanto que la frase susurrada o punto final al que antes hacía referencia no cierra el texto sino que lo abre…, como en la novela experimental, o en esas obras de finales abiertos, en las que el autor deja que el lector imagine un final a la carta. Es un muerto por cuenta propia, que se enfrenta al canon literario o artístico, ofreciéndonos una instalación muy contemporánea en la que se inmola y que siempre nos deja un poco estupefactos. A él se opone el muerto por cuenta ajena, el que se somete al proceso que le toca cuando le toca, bajo la mano invisible de la Parca, empresario terrible que nos explotará hasta el final sin ningún miramiento. Sarna con gusto no pica, dirá alguno. 

Habiendo elegido yo esta segunda opción, la de la muerte por cuenta ajena y que parece menos cool, me consuelo de todo ello pensando en el sentido del deber que uno ha asumido hacia sí, hacia su obra, hacia los que dependen de uno, de una manera material o figurada, a modo de ejemplo, y en aquello de componer, a la italiana, una bella figura hasta el final, y también en la idea de pasar el testigo a los que vienen sin estridencias, para que disfruten sin amarguras lo mucho que ofrece la vida, sobre todo en los comienzos. O tal vez es que el fondo, a fuer de ser posmoderno, he hecho un bucle, y ahora soy muy clásico, y no me gustan los finales abiertos… 

lunes, 21 de mayo de 2012

Antonio Di Benedetto: Ciegos. Todos los adultos eran ciegos. Los niños, no.

Antonio di Benedetto es uno de mis autores secretos, uno de esos “imperdibles” como se decía en Buenos Aires, en mi época argentina, que me reconfortan con el oficio de escritor dispuesto a volcarse sobre el papel, tal vez como un ciego que sueña con esa luz que lo ha de volver a la noche de todos, por ponernos en tesitura Di Benedetto. La lectura de su obra, es una de las más conmovedoras y reveladoras de la condición humana terrible y desesperada a que ha llegado el ser humano en este siglo bárbaro en el que todo se sabe, pues antes, la ignorancia del dolor, tal vez nos excusaba del deber. He dicho siglo, pues es común noticia decir que el XX comenzó en 1914, pero todavía no ha terminado, y aquí debo corregir a quienes proponen que dicho periodo acabase en 1989, con la Caída del Muro de Berlín. No, rotundamente no, seguimos en el XX. Y tras la barbarie totalitaria ha llegado la barbarie que sacrifica en el reino de la cantidad los pocos usos y valores sanos y decentes que nos habían quedado. Por ejemplo, el de la conversación calmada o el del hacer desinteresado.

1914 queda señalado por el estallido de la 1ª Guerra Mundial, esto es, con el pistoletazo de salida del primer ejercicio de barbarie criminal en donde el Estado es capaz de ejercer, por una parte, la administración del dolor de manera integral, industrial y organizada; y por otra, de disponer de medios para engendrar la muerte masiva e indiscriminada de miles de personas a distancia, con frialdad, atributo de la verdadera crueldad, y todo ello con una capacidad excepcional para la manipulación y ocultación de los hechos mediante el empleo de medios de comunicación capaces de anular y exterminar cualquier atisbo de verdad personal, o de independencia de criterio.
No es que los estados e imperios europeos precedentes se hubieran comportado de mejor modo. En absoluto, ni lo hizo España imperial, ni lo hizo la Francia de Napoleón, ni lo hizo la Inglaterra victoriana, ni lo hizo la Rusia zarista, ni lo hizo la Bélgica leopoldesca, ni lo hizo nadie que ha dispuesto del poder supremo sobre otros pueblos. Parece en esto existir una dinámica perversa y al tiempo inversamente proporcional a todo sentido de humanidad y dignidad: cuanto más grande es el estado y cuando más poder acumula, más fieramente aplasta, subyuga y oprime a quienes cobija, por no hablar de lo que queda reservado para quienes se oponen a dicho poder. (Lo mismo, o parecido, podemos predicar, de los despotismos orientales).
Sin embargo, y dicho esto, desde hace unos cien años, más o menos, ya no tenemos (casi) excusa individual ante los desmanes del poder. Todo, o casi todo, lo sabemos más o menos en directo, o en todo caso en diferido, pero con un plazo tan corto de años que el conocimiento de la barbarie no nos impide convivir con los protagonistas de la misma. Eso, nos obliga a ser condescendientes. O cínicos. No podemos decir que no conocemos a los torturadores. Simplemente, diremos que no estamos dispuestos a ejercer justicia. Y cuando ya no hay justicia, es cuando se habla de perdón o de olvido. Miserias…, que nos harán practicar comercio con jueces y torturadores nazis, franquistas, estalinistas, castristas o de cualquier otro pelaje potencialmente depravado.
El 24 de marzo de 1976, pocas horas después del golpe militar liderado por el General Videla, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército. Durante 18 meses, el escritor y periodista mendocino fue torturado, golpeado y vejado, tal vez, imaginaba él, que era un burgués moderado y liberal, por su incapacidad para escribir al dictado de esos criminales vestidos de uniforme, por su incapacidad para escribir mentiras. Liberado en septiembre de 1977, y tras un periplo por varios países, Di Benedetto se exilió en España. "Creo nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas", declaró años más tarde. En 1985 volvió a Argentina, envejecido y empobrecido y murió. Esta manera de describirse a sí mismo, bajo el poder omnímodo que lo oprime, esta manera kafkiana o walseriana de dejarse llevar hasta la muerte casi sin esfuerzo por evitarse el propio desenlace está reflejada en la narrativa de Di Benedetto, en Zama, en El Silenciero o en Los Suicidas, la trilogía nodal de su obra.
Yo en la vida me reprocho con frecuencia creciente muchas cosas, quiero decir, que cada vez más pienso que en tal o cual circunstancia tenía que haber tomado otra decisión, debo decir. Y en esto soy o me siento benjaminiano, por Walter, y creo con él que la historia de los vencidos, o simplemente, la pasada, puede ser modificada ex post, como si de alguna manera pudiéramos aplicar cierta retroactividad, en la medida en la que corrijamos en nosotros, o en su narración, los sucedidos antiguos. Ya sé que es común frase, y hasta de supuesto sentido común admitido por el común de la gente, eso de que no hay que mirar atrás, pues “lo pasado, pasado está”, y parece aserto de ciencia fija afirmar que el agua que ha pasado bajo el puente ya no volverá. Si bien esto contradice la idea de que el agua de toda la tierra es la misma desde el origen, y en su eterno ciclo, bien pudiera volver a caer sobre el mismo valle que se cierra sobre el mismo puente, a modo de ciclo o edad brahmánica. Bien, esto es una suposición.
Sigo. Por una de las dos razones aducidas, me reprocho muchas cosas. Y una de ellas es la de no haber buscado y tratado a Di Benedetto durante su exilio en España, pese a la admiración que yo entonces le profesaba. Oportunidades las tuve, y mi relación con la editorial Alfaguara era fluida y directa, en cuanto Director de la Revista La Luna de Madrid, y me hubiera costado poco pedir una entrevista con mi admirado escritor. Pero no lo hice. Recuerdo que lo pensé, en un par de ocasiones, y lo dejé para un más adelante que no se produjo. Error, grave error.
¿Sirve esta nota para corregirlo? Digamos que no. Pero de alguna manera, al recuperarlo en mi tiempo perdido quién sabe si lo hago revivir en otros ojos que tal vez lo lean un día. Ya le rendí homenaje en La Venganza del Gallego. Y así se cumplirá ese pronóstico sencillo y sin alardes del autor cuando decía, en frase recogida por la siempre atenta Flavia Costa, en el Diario Clarín, en 1998, de una entrevista realizada por Andrés Gabrielli: "Espero que mis escrituras hagan su camino sosegado, que se les preste atención y que sean objeto de pacientes y razonables lecturas".
La novela Zama está dedicada “a las víctimas de la espera”, y narra las aventuras y pesares de un alto funcionario del Imperio español que en las postrimerías del siglo XVIII queda varado en Asunción del Paraguay, abandonado por la metrópoli y expuesto a los cuidados cada vez más remisos de sus supuestos representados. Juan José Saer, en el prólogo que escribe a El silenciero, en 1999, nos habla de que el hombre de Di Benedetto “vive acorralado por el ruido destructor del mundo…, encerrado en su universo persecutorio”. Y es que, en efecto, y como señala Saer, los personajes de estas novelas comparten con los de Svevo o Kafka o Walser, ese descreimiento o desconfianza en la vida que les hace, en un momento de la lucha, colaborar con el mundo para consumar la propia derrota. Son, todos, antihéroes…, o suicidas. Contra-personajes perdidos en un universo sin dueño ni sentido que intuyen que ceder es tal vez una manera de resistir, y de hacer risible la contumacia de un poder omnímodo que poco podrá hacer con un cadáver.
El Pentágono se publicó en 1955, y comparte con Rayuela de Cortázar, con Trasatlántico de Gombrowicz, con el Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio Fernández, y, en fin con Joyce o con Aub, la idea de enfrentarse a la forma tradicional de narrar, buscando, en el caso de Di Benedetto, el recorte expresivo del florilegio verbal y de la gran narración lineal, decimonónica y descriptiva que todos estos escritores juzgaban ya imposible. Se trataba, ahora, de concentrarse en un epigrama encadenado de sucesos y de acontecimientos sincopados, a veces sin sentido, como la vida, que no lo tiene, definiendo mediante este arbitrio al protagonista como ser entrecortado, sin voluntad de vivir en cuanto que no sabe o no puede hacer carrera, “pues tiene cultura, pero eso ya se sabe que no hermosea a un hombre”.
Zama es una de las cumbres de la literatura argentina del siglo XX. Publicada en 1956, su protagonista, Diego de Zama, se lanza al ruedo buscando a su autor, con el que comparte final “y un probable fracaso generado por él mismo a modo de maldición heredada…, pues disponía de cómo de una resignación previa,porque percibía que, en el fondo, todo era factible, pero agotable”.
Más adelante, Zama, viendo que se desvanece el sueño de volver a juntar recursos para traer a Misiones a Marta, a su mujer, para reconstruir el hogar, se dice: “Quise discernir el porqué de ese vuelco y advertí que era como si hubiese andado largo tiempo hacia un previsto esquema y estuviera ya dentro de él. Necesité imperiosamente asirme a algo. El estómago vino en mi ayuda, reclamándome alimento. Acudí a la posada como en pos de la esperanza”. En otro momento: “Tan despejado como el universo celeste estaba yo. Pensé en Marta, sin pena. El pasado era un cuadernillo de notas que se me extravió” Más adelante, al fin: “Supe que había dicho sí a mis verdugos. Pero hice por ellos lo que nadie quiso hacer por mí: decir, a sus esperanzas, no”. Antonio Di Benedetto, en la renuncia suprema a la vida, que es también la resignación ante el dolor o ante la opresión, hace un ejercicio de libertad por el camino de la negación o de la resistencia pasiva, pues una vez que eliminamos el temor al Jefe, o al qué dirán, o a la fama, o a la pobreza, o a la decencia, nos hacemos tan inservibles como invulnerables…

lunes, 9 de abril de 2012

Heraldos e intérpretes. Ferlosio.


Un amigo me comentó hace poco un sucedido que no sé si merece una reflexión desde el oficio de escribir: la lectura semanal de los suplementos literarios se hace de día en día irrelevante, me dijo. Se refería sobre todo a los que se escriben desde los grandes medios de comunicación. Sí, lo que allí se dice importa poco, parece ser. Y lo que se dice a modo de guía o anuncio en muchas ocasiones preludia una decepción cuando por fin tenemos el libro anunciado en las manos. Salvo cuando se habla de clásicos, o de reediciones y traducciones de maestros que uno ya conoce, sucede con demasiada frecuencia que compra uno un libro que es novedad de la que el heraldo nos ha prometido mil primicias que luego vienen a trocarse en archisabidos clichés.  

Bueno, no sé si esto ha sido siempre así, o sucede tal vez que se hace preciso abandonar estos decepcionantes dispositivos y confiar en las revistas independientes. Con amigos yo tuve y dirigí revista durante años, La Luna de Madrid, y muchos de mis camaradas tuvieron revista o escribieron en ellas. Y es posible que el tiempo y el tempo de las revistas literarias o de arte no sea el de los suplementos de los diarios. Las revistas cumplen otra función, de avanzadilla, de imaginación sobrevenida de lo que es o será libro o tesis mayor, y pueden por tanto ser tan libres en la elección de su argumento como arbitrarias en su juicio. 

En las revistas cabe la obstinación del que arriesga su nombre, aunque este pese poco de cara a los muchos; en los suplementos de los diarios en cambio, pesa una pretensión de objetividad que con frecuencia esconde una falta de talento a la hora de aunar criterio, valor y libertad. ¿Sucede así en otras secciones de estos grandes medios? Supongo que esto que digo puede aplicarse tal vez a otras secciones regulares del periódico. Pero su apunte lo dejaremos para otro día. 

He mencionado un concepto: libertad, rara avis esta en el mundo de las rotativas. El crítico, o el periodista, tantas veces, no se atreve a decir lo que piensa, por temor a lo que dirá la casa, vinculada a grupos editoriales, empresariales y políticos más amplios; por temor a lo que dirán los editores, puesto que también aspira a que le editen a él, por temor al criticado, que a veces es un magnate, o su propio jefe, en el caso de directores y redactores de medios que fungen de envanecidos plumíferos; o porque se deben favores unos y otros, puesto que España es un país de reciprocidades, donde reina el chalaneo en detrimento del mérito.  

Además, el mecanismo de selección de libros es del todo pernicioso. El autor, o su editor, coaligados, como saben que no hay mucho espacio disponible en dichos semanarios, se ven obligados a realizar un innoble ejercicio de pasillo ante otros críticos y amigos escritores con el fin de que convenzan a los directores de esos suplementos para que tal o cual libro sea reseñado. Así las cosas, el crítico, cuando al fin se pone ante el libro, sabe que ante todo está ante un compromiso del que ya salir airoso es empresa difícil. 

Los que estamos un poco en el ajo de estos tejemanejes, bien porque ocasionalmente hemos ejercido la crítica en estos espacios (yo poco, y menos la dedicada a escritores españoles, que es la más arriesgada), o bien porque somos del gremio, sabemos leer entre líneas, puesto que conocemos algo los antecedentes y las relaciones clientelares o amistosas entre unos y otros. Lo más divertido de todo ello es ver cómo tal o cual escritor o crítico hace malabarismos para no decir lo que en verdad piensa, o para decirlo de tal modo que su apadrinado amigo o jefe crea que lo elogia cuando al mismo tiempo lo vapulea con taimada sutileza. Porque tal escritor, si le queda algo de vergüenza, vese obligado a enviar un sutil mensaje, bien disimulado, que no se dirige al lector del suplemento, sino al resto de sus colegas, para que sepan, como saben, que aquélla, como tantas, es una crítica que llamaré aquí garbancil o alimenticia, para distinguirla de la garbancera u ordinaria, que también las hay y son las que no se hacen a escondidas, puesto que el susodicho periodista ha perdido del todo la vergüenza, o es que ya no le importa más que el comer y el medrar. 

En otras ocasiones, por último, la impertinente presión procede del todopoderoso departamento de publicidad del medio de comunicación, que ejerce de mamporrero y autócrata en todas las redacciones españolas con el argumento consabido de que lo que importa es llegar a fin de mes, y no finezas literarias que por lo demás tienen que ver muy poco con la verdad, y, en todo, caso, son siempre discutibles, como se encargan de recordar un día sí y otro también.

A todo esto, el lector, que ignora estos apaños, ¿sabrá discurrir entre tantas verdades a medias? “Sólo la luna sospecha la verdad, y es que el hombre no existe”, anotó Vicente Aleixandre, a modo de poema imaginativo, o crítico y catastrofista, previendo, tal vez, un 2012, en el que da igual una cosa u otra. Nosotros, hoy, al dictado de estos pergeñadores de éxitos podríamos escribir, “Sólo el hombre sospecha la verdad, y es que la luna no existe”, pero esto sería un poema surrealista, o tal vez, quién sabe, otra profecía del fin de los tiempos. 

No habiendo, pues, libertad en el crítico, falta valor para desafiar este mundo de miserias librescas, o de sus aledaños, para ser más preciso. Y como de lo que se escribe no se vive, y hoy todo el mundo parece que quiere vivir, y no ser el héroe de nuestro tiempo y morir épicamente, a lo Lérmontov, pues sucede que existe una continuidad de disfunciones en la que todo el mundo quiere ser de todo y nadie se conforma con lo que es.

El crítico quiere ser escritor y el escritor, crítico, que le parece que éste vive mejor, o se le conoce más. Y con ello tiene más posibilidades de llegar y saltar de la tribuna impresa a la tertulia, en categoría radio o televisión, o al cargo institucional en algún gabinete. Y es cierto que se le conoce más porque la página del suplemento se pliega en máquina en las decenas de millares, o se enlaza por millones en la red de redes, y la del triste libro en la de los contados y escasos miles, quien tiene esa suerte, o en los cientos, que somos la inmensa mayoría de los vates aspirantes a crítica, y que además no somos magnates, de modo que podemos ofrecer poco a cambio.

Aquí, a modo de escolio, yo diría que hay algo que el escritor no debe nunca olvidar. Y es que en el periódico, impreso o virtual, y salvo rara excepción, uno viene ahora incorporado como paquete, o en paquebote. O mejor dicho, viene uno dentro del enorme y comprimido paquete que trae el periódico de nuestros días, con películas de vídeo de regalo, grabaciones musicales, suplementos de colecciones de minerales, de historia, de geografía, revistas ilustradas, juegos des-reunidos, y muchísimos concursos, y hasta con semillas y bayas de distintos árboles, que incluir todo esto ha estado muy bien, y no me resisto a dejar de anotarlo porque sienta un precedente de esos que inauguran línea nueva, y que puede terminar convirtiendo el periódico del mañana en algo que hoy no conocemos pero barruntamos, escenario objetual y de puro supermercado en donde el lector tendrá poco que leer y mucho que elegir entre ofertantes de productos. Ya estamos casi ahí, y por eso mandan los mamporreros antes citados, los que traen la publicidad y los patrocinios y no los que escriben las noticias, que son ya sólo coartada de los primeros.  

Pues decimos que en este incómodo atadillo llega uno hasta el lector, con cosas diversas, de nuevo al estilo del gran almacén, con cosas que decir, digo, que seguramente al lector no le interesan y con cosas que decir el escritor que seguramente no quiere que todos conozcan. Otro día habría que hablar también del público y de su poca o nula práctica a la hora de defender la libertad de sus heraldos, pues cuando esta se ha visto cercenada por redacciones sumisas, no pude decirse que estos públicos hayan sabido estar a la altura. Con la Ilustración, en Europa, en el siglo XVIII, y Voltaire lo pregonaba, el autor se libera del minoritario mecenas que lo vigilaba tanto como lo tutelaba para encontrarse con el público innumerable que le permitía ser él. Pero para que el escritor, o el periodista, sea libre de veras precisamos de un público que también lo sea o lo quiera ser: ¿lo tenemos? 

El segundo principio entrópico de la termodinámica, aplicado a la teoría de la información, nos dice que cuanto más lejos se llega más información se pierde durante la trasmisión, esto es, más se debilita la señal emitida; en romance castellano, que quien poco abarca mucho aprieta. Así, cuantos más lectores tiene uno por la vía de paquebote o suplementos de diario menos le comprenden lo que dice.

Dije también que en los suplementos de los diarios falta criterio. Poco que añadir, pero echo en falta, por sobre la libertad y el valor, esa soltura de miras, relacional y largo alcance de un Baltasar Porcel, de un Eugenio d´Ors, de un Juan Eduardo Cirlot, de un Álvaro Cunqueiro o de un Rafael Sánchez Ferlosio, por decir de algunos que escribían crítica literaria a modo de ensayo, buscando no ser sólo heraldo sino intérprete, como lo hacían los Edmund Wilson, los George Steiner, los V. S. Pritchett, o los E. M. Forster, vislumbrando más que diciendo, y lo hacían en las revistas y suplementos de los diarios…, de otro tiempo y en lugar que, se ve, no es el nuestro.  

Leemos un libro de cualquiera de ellos, el Non Olet, de Ferlosio, que contiene textos que proceden en simiente de artículos aparecidos en prensa, no todos, pero que se escriben al hilo de lo leído en la prensa. Todo es allí rico y sugerente, desde un título que rinde homenaje a Lampedusa y a su Gatopardo hasta la aguda observación de un cascarrabias que escribe para remover nuestra conciencia. Y tal vez eso es lo que buscamos. O lo que yo busco en el ensayo, esa vis acratoide y radical, culta e irredenta de puro desparpajo que aquí ha dado a Valle y a Unamuno, pero también a La Codorniz. En fin, que pido para los suplementos, y pide mi amigo, lo que estos no pueden dar, salvo como anomalía. Luego, claro, saldrá alguno de mis libros, espigado y raro, y querré yo que me lo reseñen…, en fin, ¡quién me mandará meterme en estos charcos!

domingo, 25 de marzo de 2012

La Marcha Nº 1 de Edward Elgar: apuntes de la vida literaria, y de la muerte.

Entrar en la década personal de los cincuenta ha tenido unos efectos colaterales inesperados.  Durante los últimos dos o tres años han muerto de repente varios de mis amigos de generación vital y artística, amigos con los que compartí aventuras de todo tipo, con los que me formé y con los que viví aquellos años ochenta de los que ya he escrito en otras ocasiones aunque no aquí. Para esto sigue siendo válido o útil el epígrafe que inventé para mi tesis doctoral, reutilizado más tarde para algunos ensayos que he ido publicando por aquí por o por allá, sobre todo en Claves de Razón Práctica o en Revista de Occidente: “Si viviste los ochenta y te acuerdas, es que no los viviste”. Es frase que hizo fortuna, y que ya tiene vida propia.


Esta precariedad que se alcanza cuando se llega a los cincuenta me la había anticipado Eudald Carbonell, el paleontólogo de Atapuerca. Hace unos años, en el 2006, caímos por Atapuerca,  Javier Conde y yo, con la idea de organizar una presentación de esos hallazgos en China, durante la Expo de Shanghái 2010. Eudald, junto con Juan Luis Arsuaga y toda la gente de la Fundación, nos recibió, y con ellos visitamos la Sima de los Huesos y el pequeño Centro de Interpretación, así como las obras del Museo de la Evolución Humana, entonces en construcción, ya en Burgos. En un momento de la visita le pregunté a Eudald por los registros de longevidad que se pueden inferir de aquellos restos, que se remontan a muchos miles de años, y por el efecto de la medicina en nuestro tiempo a la hora de prolongar la vida humana. Eudald, con mucha gracia, me explicó que dicho efecto era muy notable, pero que tenía sus límites. Los antiguos seres humanos, si estaban bien cuidados y alimentados, y se comprueba ese extremo cuando se encuentra un enterramiento de un personaje principal, rodeado de collares y abalorios, bien podían vivir cincuenta o sesenta años. Las mujeres, por los partos, o los guerreros, por su condición, en cambio tenían una vida más precaria. Y de ese modo me explicaba que la vida no ha cambiado no ha cambiado tanto como creemos.


Y entonces me comparó la vida humana con la vida útil de un coche, que tiene, por lo común, una garantía de unos cinco años. Y si durante este periodo ocurre un daño mayor que nos deja tirados durante un viaje, como se dice vulgarmente, nos quejamos y con razón al fabricante. Por supuesto esperamos que nos dure hasta diez o doce, pero si a los siete u ocho sobreviene una avería importante comprendemos que el vehículo ya no está en garantía; y que ya no tenemos derecho a la pataleta. Con la vida humana sucede algo parecido, con otros plazos. Hasta los cincuenta estamos en garantía, pero traspasada esta frontera, ya no tenemos derecho a quejarnos al hacedor. Así, la medicina moderna, a modo de buen taller mecánico, tiene la función de que vivamos lo mejor posible y de que se prologue nuestra vida útil, pero sabiendo que en cualquier momento puede sobrevenir el desastre.


Contra lo que se dice, y contra lo que predican los credos que prometen en el más allá una vida más plena que esta que conocemos, el vivo quiere vivir, pues vivir es sobre todo proyecto de vida, acción para la vida, y no preparación para la muerte. Otra cosa distinta es que siempre debemos estar preparados para recibir a esta última, casi con un espíritu deportivo. “Ready for the final stroke”, preparados para el golpe final, dicen los anglosajones. Pues el más grande enigma de la vida es su duración. Esta de ahora puede ser mi última línea, mi último impulso vital, y todavía no lo sé. Este texto, que no sé si llegará a ser leído y que someto y entrego a las ondas electromagnéticas que rigen nuestro mundo, es todavía una incógnita del futuro. La idea de escribir in articulo mortis, esto es, pensando en que tal vez no tengamos muchas más oportunidades de dejar en claro nuestro legado literario o nuestro mensaje debería ser explorada por algunos. Y creo que conduciría a la brevedad, a la síntesis, me explico: a la precisión.


No se trata de decir más sino de decirlo mejor. Juan Ramón Jiménez trascendentalizaba su texto cortando y puliendo, una y otra vez, afinando, más que ampliando. Y así se pasó corrigiendo sus versos hasta el mismo final de sus días: el resultado es Leyenda, su decir definitivo. Y Borges hacia lo mismo, pero empleando otra estrategia, modificando y explicando las razones varias por las cuales tal texto había sido escrito. El porteño es un maestro de la contextualización incesante, hasta el punto de que siendo su mejor exégeta, sus comentarios sobre sus propios textos, al extrañarse de los mismos, producen un efecto de distanciamiento, como si estos últimos hubieran sido escritos por otra persona, o como si hubieran sido escritos desde siempre, a modo de palabra sagrada. Así, ambos afirmaban su objetivo de alcanzar la verdad del escritor antes de morir. Y ambos profesaron la misma creencia de que un escritor de verdad, no un cuentahílos o un pájaro de esos que pían cuando les echan alpiste en el comedero, en realidad tiene en su vida apenas unas cuantas revelaciones, unas cuantas ideas o hipótesis con las que tejer su vida literaria. Lo demás es, con perdón, aburrir a las ovejas.


Yo creo mucho en esto que digo de los maestros citados. Y en mi caso puedo decir que muy pronto adquirí conciencia de lo que quería decir, cuando desde luego no tenía herramientas o conocimientos para decirlo. Pero la intuición, ya estaba, en la nuez. Tal vez a los catorce años o a los quince años, tuve la primera de estas. Mi vida como escritor ha sido tratar de volver a recuperar ese momento de iniciación a la vida y a la literatura: a mi religión y a mi deber en el mundo, aunque parezca pretencioso o irreal expresarlo así. Pero en ello no hay ni había mentira. Tal vez no he conseguido nada, no lo sé. Pero desde luego sigo siendo fiel al primer mensaje recibido. E intuyo que a muchas personas les sucede lo mismo, escriban o no escriban.


Pasaron después los años. Y yo recuerdo muy bien, todavía hoy, cuando cumplí los treinta. Me quedé anonadado. Me parecía una edad del todo inconcebible. Una cifra increíble que nunca hubiera imaginado alcanzar en la larga y maravillosa nube de la infancia y la juventud, pues, mientras estas duraron y se sucedieron de manera natural, llegar a los treinta me parecía que establecía un antes y un después de las cosas y de uno mismo. ¿Y qué decir ahora?, más veinte años después de aquel sucedido…


A lo que venía: en los últimos años, del 2009 en adelante, la parca de la cincuentena se ha llevado a muchos amigos, a Kiko Rivas (comisario de arte, artista y provocateur cultural); a Alfonso Álvarez Lorencio (librero, coleccionista de fanzines y de ediciones de la Alicia de Lewis Carrol); a José Luis Brea (philosoph posmoderno y rizomático); a Juan Ramón "Keko" Yuste, (fotógrafo y orientalista); a Julito Muchamarcha Bullón (barero ilustre promotor del Cañí, y autor de una frase memorable: Madrid será tu Dallas, que dejó estampada en varias pintadas de la ciudad que recibió a Ronald Reagan en 1986); a Sigfrido Martín Begué (pintor metafísico); a mi amigo y compañero de tantas sagas Jorge Berlanga, George, (cariñoso bon vivant y periodista); a algún compañero colegial, pienso en el ingeniero Martínez Lebrusant; a María José Berrocal (documentalista de archivos y expos de Francisco Ayala o de La Luna de Madrid); y ya por último a nuestra querida Lourdes Ferrándiz, de la que me despedí muchas veces y de la que lo sigo haciendo en su blog Un abril encantado, detenido y congelado en las ondas por esta parca como una foto finish que se niega a decir que hemos llegado, ¿adónde? en fin, todos han muerto en los cincuenta, más bien early fifties


También murió el pobre Antonio Gastón, dueño y animador de El Sol, pero este ya en sus buenos setenta. Sin ser viejo, al menos aguantó un poco más.  Al final de la misa que le celebraron en la capilla del Hospital Clínico de Madrid, oficiada por un simpático y dicharachero sacerdote guineano, la familia y los amigos tuvieron el detalle de hacer sonar Pompa y Circunstancia, la marcha nº 1 que compuso Edward Elgar en 1901. Esta marcha la hacía sonar Gastón todas las madrugadas a las cinco en punto, para señalar que El Sol, el local de nuestros desvaríos y desvelos cerraba. Bajo su impulso ascendíamos más o menos tocados de ala, las escaleras forradas de roja alfombra, como todo el local por cierto, y con más o menos fortuna nos enfrentábamos al frío helador de la noche o a lo que quedaba de ella.  Pues El Sol era un local sobre todo de invierno. ¿Nos retiramos?, esa era la eterna duda. 


Mi vida literaria y personal, por aquellos lejanos años y primeros ochenta comenzaba en La Luna de Madrid, en la redacción de nuestra revista, sobre las diez o las  once. Y entre unas cosas y otras me quedaba allí hasta las ocho de la tarde, a tiempo para llegar a inauguraciones artísticas o a presentaciones y debates literarios. Sobre las diez me dirigía hacia El Limbo,  en Alonso Martínez, que regentaba el hermano de Yuste. Luego cenábamos de cualquier manera, y según fuera la onda que buscásemos nos tomábamos alguna copa en locales de "primera hora", los que funcionaban entre las 12 de la noche y las 3 de la mañana, el Penta, El Cutre Inglés, El CalentitoEl Garaje Hermético, La Vía Láctea, el Cock o el de Diego, y tantos otros, según se ponían o se desponían de moda. O nos íbamos de flamenco, al Candela. O si había valor a la Cantina Mexicana de la calle del Tesoro. O de concierto previo en Rock-Ola o en la Morasol. Pero el final, indefectiblemente, nos hacía desfilar a todos los amigos por El Sol, para escuchar la Marcha de Elgar. Para los irredentos, a la salida de este, todavía quedaba Amnesia, donde la mañana te sorprendía con los llamados entonces ejecutivos agresivos llegando a las torres de AZCA, para comerse el mundo, sacrificando en el Altar de la Cantidad, que diría René Guénon.


Esta serie de muertes tempraneras, unida a otra serie más natural pero no menos larga, y que afecta a los padres de amigos que sí se están muriendo a su hora, me ha devuelto a la iglesia, en el sentido de que he tenido que acudir casi a dos funerales por mes, a veces a tres. He recordado así trances y oraciones olvidadas en cuyo poder teúrgico ya no creo. Y he comprobado que la memoria es muy falible, y que sirvió de poco –me parece- el haber ganado varios premios de catecismo cuando yo contaba con siete u ocho años, y era muy devoto. También he visto cómo han cambiado muchos de los ritos de nuestra infancia, y hasta el Padrenuestro. Pues ya no se perdona a los deudores, como en nuestra época. Algo habrá tenido que ver la Banca en ello. En todo caso, la dramaturgia de la misa y el sacrificio católico, con su misterio de la consagración del pan y el vino, y su Teoría de la Transubstanciación, sigue ofreciendo en su conjunto una representación de teatro sagrado de alto voltaje. Es una acumulación de ritos persas, romanos, y hebreos de extraordinaria y pagana fuerza. Y bien representada, impone.


En cuanto a las homilías que dirigen los sacerdotes a mis amigos difuntos,  y a sus familias, no puedo decir que me hayan impresionado, o menos que me hayan consolado. En general, deduzco que carecen de íntima convicción, o eso entiendo yo. Si bien comprendo que el trance es difícil incluso para un avezado predicador curtido en esos menesteres. ¿Cómo consolar al hermano o al hijo o al padre y al tiempo convencerle, porque lo dice el dogma, que una vida mejor ha comenzado? Como ya recogí en mi texto La caja de Pandora, en ciertas épocas de su larguísimo imperio, los egipcios antiguos llegaron a estampar ciento cuatro amuletos para proteger al difunto en su último viaje. Esta multiplicación de pólizas de seguro parece que escondía un cierto escepticismo en la efectividad de las mismas, y en la certeza de la vida de ultratumba. Nada nuevo por lo demás. Oscar Wilde, a propósito del Juicio Final, escribió: “el gran pecador le dijo a Dios: “no puedes enviarme al infierno porque siempre he vivido en él, ni puedes enviarme al cielo porque jamás, ni en parte alguna, he podido imaginarme un cielo. Y el silencio reinó en la casa del juicio”.


Sea como fuere, no es trago fácil despedir a un amigo, esté o no en garantía su chasis, por volver a Eudald Carbonell. Por mi parte, en ocasiones, si me lo han pedido, he tomado la palabra para decir algo del finado. Tomar la palabra, es un decir,  porque este tipo de discurso fúnebre, por recordar a Pericles, es para mí tan imposible que no me sirve para salir del trance ni toda la supuesta experiencia que acumulo en estos menesteres públicos, ni la no menos supuesta retórica que aprendí, y ¡hasta enseñé! en mis días de filosofías. Eso sí, a cuenta de las misas, he dado o hasta firmado la Paz a troche y moche, que esta sigue siendo la parte más cordial de la ceremonia. 


Claro que también se puede despedir al amigo por escrito, y eso da margen para matizar las cosas, y la necesidad del pañuelo disminuye. Durante este periodo he redactado algunos de estos artículos necrológicos, pero siendo tan perentoria la necesidad, y tan seguida, consideré hace poco abandonar tan penoso y triste género. De hecho, cuando murió Jorge Berlanga, hace unos meses, decliné el ofrecimiento que me hicieron en un diario para escribir unas líneas. De repente, pensé que no quería escribir de mis amigos en pasado. Tal vez una tontería. Por suerte, en esto de las despedidas, hay, sin embargo, otro rito que se sigue manteniendo, rito más familiar y amistoso, y muy antiguo, y que consiste en que, tras el funeral o el entierro, se acude a algún bar o cafetería a tomar alguna copa, que se bebe a la salud del amigo difunto, mientras se recuerda un poco su vida.


Para los amigos concitados en aquel Madrid irrepetible, han sido estas copas funerales, tan lastimosamente encadenadas, nuestra última despedida jovial con la que nos hemos dicho adiós. Y así, impostada la sonrisa, tarareamos los que aquí quedamos, los amigos que están en el ajo, cuando no la ponen durante la ceremonia, la Marcha Nº 1 de Elgar, que nos despidió entonces tantas veces, y que lo hace hoy por última vez, cada vez que nos vemos.
¿Nos retiramos?, ¿antes que amanezca?: la eterna duda y pregunta que nos hacíamos hace treinta años, hoy, en estas desbandadas que ahora sí son definitivas, cobra un extraño y nuevo sentido…

lunes, 19 de marzo de 2012

Por qué escribo tan mal y por qué no soy popular. Witkiewicz y otros.

Hace casi treinta años, en 1973, Carlos Barral publicaba, en su Biblioteca de Rescate, Insaciabilidad, la gran novela de Stanislaw Ignacy Witkiewicz y con la que este culmina en 1930 su obra narrativa. Aquella traducción del polaco, realizada por Melitón Bustamante Ortiz,  fue saludada entonces por Leopoldo Azancot como el acontecimiento literario de aquel lejano 1973. Como muchas de las cosas que hacía Barral, aquel libro se convirtió en mítico para muchos de los que creían y creemos que la literatura tiene que ver –además- con la transformación del lector que lee un libro, y que esto consiste en una vibrante aventura que nos cambia del todo una vez terminado el viaje de la lectura. Esto no quiere decir que tenga ser aburrida, la lectura, digo, pero sí que esta se escriba y se haga desde la insobornable independencia del autor, dispuesto a hacer pocas o ninguna concesiones a la galería de retratos y vanidades que son los escaparates de librerías, suplementos y tendencias.

Yo, en el 73, tenía trece años y desde luego no leí tal libro, entonces recién publicado. Por entonces, y desde los 11, recitaba poemas de Federico García Lorca, Miguel Hernández, Rubén Darío, Baldomero Fernández Moreno y otros modernistas. De este último recité con gran éxito su poema porteño Setenta balcones y ninguna flor, ganando numerosos premios dedicados a Santa Cecilia, en el colegio religioso de los Hermanos de La Salle donde yo estudiaba, y donde también actuaba en un repertorio que combinaba obras de teatro de Alejandro Casona como La barca sin pescador, o astracanadas tipo La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca.

Debo aquí decir que si esta obra citada es en sí un prodigio de comedia y enredos y caricatura tragicómica de los propios personajes presentados, en nuestro caso, esta astracanada alcanzaba proporciones mayúsculas, que pocos han imaginado o visto. Digo esto porque nuestro colegio, como tantos de la época, no integraba a las chicas en el aulario. Y esto suponía que en obras como esta, éramos los chicos los que teníamos que representar a los personajes femeninos, a Azofaifa o a Magdalena  o al duquesa, como se hacía por lo demás en el teatro clásico del XVI o de Grecia, para ser precisos. Pero, claro, es fácil imaginar el elemento de burla y de extraña ambigüedad e intriga, para público y compañía, que suponía ver en escena a priápicos y descarados adolescentes de trece y catorce años retándose y cortejándose entre bambalinas y encrucijadas de estoques y ripios.

Sea como fuere, desde la publicación de Insaciabilidad, Witkiewicz pasó a ser considerado en nuestro país, vamos, entre algunos de nuestro país, una especie de símbolo de la buena y a veces secreta literatura que se escapa, por definición, de cualquier intento de mercantilización, gracias, en realidad, a la fuerza intrínseca de su mensaje, y al riesgo que el autor asumió al escribir y que sigue destilando en cada una de las páginas.

Para entendernos, esta novela del autor polaco, junto a su Adiós al Otoño, se sitúan en las coordenadas literarias y temporales de La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, de Auto de Fe de Elías Canetti, o de El hombre sin atributos de Robert Musil, por poner tres ejemplos. Estamos por tanto hablando de libros fundacionales, propios de un tiempo de novelas totalizantes, de intentos literarios que trataron en las primeras décadas del siglo XX de abarcar en su narración las experiencias vitales y filosóficas de un mundo, el del período clásico europeo que se inaugura con la Ilustración, que venía de derrumbarse o estaba a punto de hacerlo. Leer estos libros no es sólo disfrutar de buena literatura sino acceder a otro tipo de conocimiento, casi de iniciación, al tiempo que nos adentramos en la psicología de un periodo histórico que gracias a estos textos podemos comprender más allá de la falacia de las fechas.

Yo conocí estos libros poco después, con 18 años, de la mano de Alfonso Álvarez Lorencio, que fue uno de mis guías literarios desde su puesto de libros de viejo de la Cuesta de Moyano de Madrid, junto a otro guía, el poeta canario Jesús Cabrera Vidal, que también trató de torcerme hacia el jazz, entre otras torceduras.  Ambos pigmaliones me sacaban diez o doce años, y ya habían leído los libros que se supone yo debía leer. Años más tarde, Alfonso el Gordo (q.e.p.d.), que además atesoraba una de las mejores colecciones de ediciones de la Alicia de Lewis Carrol, sería compañero y amigo colaborador de La Luna de Madrid, donde se encargaría de la sección Excálibur, homónimo título al de su fanzine del género de fantasía.

No hay duda que fueron estos años enfebrecidos de lecturas, junto a mis devaneos filosóficos, los que marcaron mi gusto literario entonces, y mi práctica después. Pues lo cierto es que uno, de manera misteriosa, al elegir sus lecturas favoritas y sus autores icónicos, efectúa un tipo de ceremonia terapéutica de rebirthing, como preconizaba Leonard Orr en los sesenta, o al estilo de los newborn christians, de modo que definir un gusto literario supone un renacimiento místico equivalente a una revelación.  Es uno de los argumentos,  o el argumento de Harold Bloom, en The Anxiety of Influence y en A Map of Misreading.  Así, para este, el artista trata de reconstruir su pasado, de afirmar la originalidadvodevil de su patético ex-novismo y esnobismo.

Harold Bloom ha perfeccionado el argumento hasta llevarlo al extremo de la mística recuperacionista, pues al final de este hilo de Ariadna, casi sería el autor del pasado el que vendría a elegir a su sucesor en cada de nosotros, como por otro lado, para seguir con los símiles religiosos, plantean los mormones en alguno de sus apreciables desvaríos. Pues al convocar ceremonialmente en su montaña de Utah a las almas del pasado para que cambien de religión, sacándolas de un cielo para meterlas en otro, que se supone mejor, hacen tal vez como estos autores difuntos, que sedientos de víctimas literarias, van buscando jóvenes escritores en ciernes para poseerlos y obligarlos a escribir los libros que ellos no pudieron culminar en vida, o no supieron materializar debidamente. Ahora, al poseernos, buscan una segunda oportunidad.

Tal vez si yo hubiera caído en otras manos, mi destino literario hubiera sido distinto, y ahora trataría de imitar a Conrad o a Verne, y me hubiera hecho famoso, pero yo caí prisionero, sucesivamente, de Witkiewicz, luego de Broch y al fin de Musil. Y así me va. La única suerte o consuelo es que he comprobado que estas posesiones de uno, estos aposentamientos en el interior de uno, no son definitivos, pues con un cierto y doloroso esfuerzo personal, audacia, y otros rituales que aquí, por pudor, no voy a describir, es posible exorcizarlos y sacar a estos diablillos cojuelos del interior de nuestro cuerpo y mente. Dicho esto, debo declarar que las estancias y viajes por el cuerpo de uno son largas, de tres años como mínimo, pues una vez incrustados en el mediastino, que es donde gustan alojarse, es difícil sacarlos de ahí, con el gravísimo problema añadido de que en cuanto el espacio queda vacío, otro escritor fantasma de la misma cuerda acude al ocupar la plaza que ha quedado vacante. Y digo de la misma cuerda, porque parece que la vez se la tienen dada y pasada entre ellos, y no hay manera de que se la pasen a otros escritores fantasmas que ellos mismos desprecian. Porque hasta tras la muerte, siguen habiendo banderías y gustos del todo irreconciliables. Vamos, que perdido o ganado el gusto en un bando, allí queda uno para siempre.

Sigo. La obra de Witkiewicz inaugura, además, la sensibilidad de la narrativa moderna y es una  cruzada contra el realismo y el naturalismo de anteojeras o de “espejo en medio del camino” y contra el formalismo heredados del siglo XIX, un programa que en Polonia sería magistralmente culminado en la obra de Witold Gombrowicz. En el prólogo a Insaciabilidad, Witkiewicz declara: “la novela, que para mí no es una obra de arte, es por encima de todo la descripción del discurso de un determinado fragmento de la realidad, imaginada o verdadera –lo mismo da-, pero de la realidad definida en el sentido de que lo principal en ella es el contenido en lugar de la forma. Evidentemente, esto no excluye la fantasía más desenfrenada en el tema y en la psicología de los personajes. Se trata únicamente de que el lector se vea obligado  a creer que las cosas son o pudieran ser así y no de otra manera”. La obra se erige en el único lugar convalidador de la experiencia, lo que permite toda la literatura de creación fantástica, y cito, en nuestro ámbito,  a Borges, a Donoso, a Onetti, o a Benet, por si alguno de ellos tiene la bondad de poseerme en cuando desaloje a mi actual inquilino, que todo será mejora.

Vamos a nuestro amigo. Stanislaw Ignacy Witkiewicz nació en Varsovia en 1885, y murió en un bosque, en los alrededores de la aldea de  Jeziory, en 1939.  Witkiewicz o Witkacy, seudónimo de aventuras literarias, fue pintor y retratista notable, crítico de arte, dramaturgo, teórico de la escena y ensayista. Pertenecía a familia de artistas siendo el prototipo del aventurero experimentador finisecular con perfil intelectual. Amigo de los polacos Joseph Conrad (nacido Jósef Konrad Korzeniowski) y de uno de los fundadores de la antropología social moderna, Bronislaw Malinoswki, con quien recorrió en 1914 Nueva Guinea y Australía, Witkiewicz escribió cuatro novelas, las citadas Insaciabilidad (1930), Adiós al Otoño (1927), La única salida, que dejó inacabada, y la formidable obra que es Las 622 caídas de Bungo o la mujer diabólica, publicada en España en Ediciones Destino, en el 2002, en traducción de Josep María de Sagarra.

Toda la obra de Witkiewicz tiene una preocupación esencialista y de corte metafísico que le hace plantear reflexiones constantes acerca del significado del arte y de las formas puras, en relación con el sentido de la experiencia. Es común que sus personajes puedan interrumpir su trepidante acción para discutir, como si la vida les fuera en ello, la última hipótesis de la lógica formal de algún discípulo de Russell.

La vida de Witkiewicz fue legendaria; tantas “barbaridades” se decían de él  que sus clientes acudían al estudio de pintura asustados, temerosos de que les saltase encima. Si cuento ahora algunos detalles con el fin de alagar la curiosidad malsana del lector lo hago con todo reparo y sabiendo que desafío por entero las teorías de Witkiewicz. Este polaco detestaba a los críticos que aludían a la vida del autor con el fin de comentar la obra; así, en el prólogo a la todavía no traducida Adiós al Otoño, leemos: “Manosear en los asuntos del autor en relación con su obra es indiscreto, incorrecto, indigno de un caballero. Pero desgraciadamente cada cual puede verse envuelto en este tipo de suciedad, lo que es sumamente desagradable”. Perdón por eta falta pido y comprensión, como la podría pedir Bungo o Törless.

Aventurero, Witkiewicz recorrió numerosos países y probó todo tipo de drogas siendo notables libros como Narcóticos (1928) o Nicotina, Alcohol, Peyote, Morfina y Éter (1932). Pero Witkiewicz se burla de los propagadores de estos mitos sin negar ni afirmar su veracidad: “dicen que he sido violado por cierto conde bajo la influencia de la cocaína, que he vivido a costa de una rica judía en Ceilán, que drogué una osa en los Montes Tatra”.  Sea como fuere, la muerte de Witkiewicz fue también la muerte de Polonia por muchos años y en cierto modo se puede decir que sus peores temores se confirmaron.

Cuando en septiembre de 1939 los alemanes invaden su país, Witkiewicz cree que sus teorías acerca de la destrucción de Occidente expuestas en Insaciabilidad se están realizando. El 18 de ese mes, en el bosque de Jeziory, junto a su mujer, que sobrevive al intento, Witkiewicz  se suicida. Nuestro autor primero se corta las venas, después los tendones, y al ver que no muere, se corta al fin la yugular, como hará alguno de sus personajes. Terrible final.

Ahora, antes de que pase más tiempo, me quiero centrar en su última novela editada en España. Pues la publicación, hace diez años, de Las 622 caídas de Bungo lo considero como uno de los acontecimientos literarios, y aún vitales, más importantes de los sucedidos en España, y al menos de la magnitud de aquel reseñado a propósito de Insaciabilidad. Las 622 caídas de Bungo o la mujer diabólica, publicada en 1910, es una novela de formación e iniciación, una “bildungsroman”, que nos narra ese periodo de descubrimiento de la vida en un ambiente que podemos relacionar con el vivido por otros personajes adolescentes; pienso en el joven Törless de Musil o en el Stephen Dédalus de Joyce.

El protagonista es el apuesto y deseado Bungo, un aristócrata de veinte años que quiere ser artista y someter sus pasiones a la disciplina del arte puro y la contemplación. Pero no lo consigue. Constantemente se ve arrastrado por todo tipo de lujuriosas tentaciones y distracciones: estas son sus caídas, 622 nada menos. La más terrible es la caída total en manos de la mujer diabólica, Doña Akne, una cantante de ópera de rarísima hermosura sedienta de placeres inacabables. Los amigos, es preciso decirlo, no ayudan. En general son mayores que Bungo y sus hábitos y preocupaciones se ven aquejados del vicio mayor de la dispersión. El barón Brummel, en cuyo palacio transcurre parte de la trama, es un diletante de las matemáticas que satisface sus “monstruosos apetitos sexuales” con la quinceañera Inés Vivian.  Edgar, el duque de Nevermore, es un “conquistador de vida” que oscila entre la excentricidad más absoluta y la paranoia. Y así sigue una larga serie de retratos que nos brinda un fresco estrafalario de la Varsovia aristocrática de primeros del siglo XX.

Una gran parte de esta novela refleja el ambiente dandy y elegante de las clases nobles de aquella Europa dominante que aún no había sido sacudida por las grandes guerras, un ambiente decadente de grandes “conversaciones esenciales” donde la locura y los sentimientos más extremos se suceden ante nuestros ojos sin perder nunca la compostura. Los personajes se pueden insultar y de hecho se hacen todo tipo de “guarradas” pero nunca dejan de saludarse con toda corrección. Las 622 caídas de Bungo es también una novela de amor, y la parte más importante de este texto nos cuenta la relación imposible, celosa y malsana que se produce entre la Doña Akne y Bungo. El texto español que yo he leído, puesto que no hablo polaco, es estupendo, con un excelente uso de la coma y la interpolación, tan necesarios en una novela filosófica y de diálogos intelectuales.

Yo creo que ha quedado aquí aclarado, de una vez por todas, por qué escribo como escribo, y por qué es imposible salir del estatus de worst seller. Pero dicho esto, y ahora que ya estoy del todo liberado del fantasma del amigo Witkiewicz, sí puedo señalar algo que tal vez resulte enigmático, para quien guste las altas cumbres: ya se sabe que cuesta llegar a ellas, ahh, pero qué placer la contemplación del crepúsculo, según con quién se esté…