LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

sábado, 9 de abril de 2011

La vejez y la muerte, Koestler, Levi, Zweig.

Las muertes de los escritores Arthur Koestler, Primo Levi y Stephan Zweig están sin duda íntimamente concatenadas en una extraña serie que tal vez fue relevante en el suceso de esas propias muertes, tanto como la vida que les tocó en suerte. Es una manera de decirlo. La vejez como antesala de la muerte de uno mismo es sin duda y siempre un fin de raza. Para quien muere, la muerte misma es el fin del mundo. Y desde luego el muerto no puede tener consciencia de que el mundo sigue sin él. Para él, la muerte es un tsunami que se lo lleva todo. Sin embargo, en esa antesala o sala de espera donde se aguarda lo inevitable, el consuelo de quien espera ya sólo que le den el paseíllo consiste en creer, con vanidad o sin ella, que será recordado por sus amigos y deudos. Su esperanza consiste precisamente en que la vida ha de seguir, tal y como él la ha dejado. En el caso del escritor, deposita su vida de ultratumba y su memoria en las manos de sus lectores, en el caso de que los tenga. Seré recordado, tal vez, se dice.
Koestler, Levi y Zweig se enfrentaron a este trago con la consciencia de pensar que su muerte era el último paso hacia el olvido total, y que con ellos no sólo se iban ellos mismos sino también su mundo y lo que representaba. Su fin de raza era el fin del mundo o en todo caso el comienzo de uno que tal vez no les interesaba en absoluto. Los tres combatieron el mundo del totalitarismo de cualquier signo, pero muy en particular se enfrentaron al nazismo y al racismo alemán de los años treinta y cuarenta. Los tres fueron perseguidos a causa de un judaísmo de origen, remoto o mezclado, y apenas sentido, en cuanto que ellos, en su legítimo derecho no se sentían judíos, y tampoco, por supuesto, practicantes de esa u otra religión.
Otro tanto le sucedía a Joseph Roth, que congregó en su entierro, en París, en 1939, en vísperas de la guerra, a predicadores de todas las religiones e increencias. Esa muerte prematura le evitó la desgracia de ver cómo Francia, entregada interiormente a la sinrazón del nacionalismo parafascista, capitularía un año después sin apenas resistencia.
Yo mismo comprendo ese no aceptar ser asignado en un lote, como una mercancía que otros pueden así mejor tasar. No soy católico ni practicante de ninguna secta religiosa. En rigor, y desde esa terminología, soy ateo. Por lo demás venero a la Diosa Blanca tal y como la retrata Robert Graves y admiro el mensaje de los grandes filósofos y reformadores sociales de antaño, Gautama y Mahavira, Pitágoras y Sócrates, Jesús de Nazaret y Orígenes, Juan Luis Vives, Bacon y Spinoza, Montaigne, Kant, Voltaire y Jefferson, Thoreau y Emerson, Dewey y Ortega, Foucault y Berlin. Y por último, Rorty. Nací en Guatemala, hijo de un vasco republicano y socialista y de una madre panameña y declamadora. Me crié en España y luego viajé todo lo que pude. ¿Cómo no sentirme un "cosmopolita desarraigado"?, en el decir de Koestler.
Volviendo a estos tres escritores perseguidos. Fueron capaces de huir del nazismo, alcanzaron el reconocimento en vida, en distintos momentos. Pero ante la cercanía de la muerte, y conscientes de la derrota segura y de la decadencia inmediata de su mundo, prefirieron adelantar el trago de la desesperanza, como Sócrates, en este caso desinteresados del todo de un mundo que con ellos, con su propia muerte, daban por concluido. No hace falta decir que se equivocaron de medio a medio. Por eso están aquí, vivitos y coleando, en nuestra precaria eternidad...

lunes, 4 de abril de 2011

El gallo de Asclepio y la metáfora. Nietzsche.

Es cierto que, según nos dice Federico Nietzsche, "para el poeta auténtico la metáfora no es una figura retórica, sino una imagen sucedánea que realmente flota ante él, en lugar de un concepto". Parafraseando a Ortega, diríamos que en la metáfora, se está: la metáfora no se dice, se padece. En todo caso, este flotar no puede confundirse con toda la realidad, sino sólo con parte, con aquella parte que Jorge Santayana confiaba a la potencia nutricia de la imaginación.
De ahí la exageración niestzscheana, la difuminación de los espacios de conocimiento y de relaciones de convivencia que llevará al alemán a, en sus palabras de nuevo, "ver la ciencia con la óptica del artista pues ahora será el arte y no la moral la actividad metafísica del hombre". Para este, "sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo: ahí reside el fondo de esa exageración que a tantos ha confundido y llevado a extremos intolerables de relación con uno mismo y con los demás.
Nietzsche conocía perfectamente la sociedad griega clásica pero tras su primer descubrimiento de esa polaridad de tensiones que describió en El origen de la tragedia, su deriva personal lo llevó a querer ver, en exclusiva, lo exagerado, lo instintivo, como parte fundamental de la triunfante hybris humana. Esta visión singular se hizo arrinconando esa otra gran conquista griega que tiene que ver con lo contenido, lo correlacionado, lo medido. Como todo solitario y por lo demás desarraigado de la vida social, Nietzsche prefiere la locura marginal de Dionisos frente al esplendor certero de Apolo. Tal vez por eso era consciente de que, al sacrificar la búsqueda de la verdad y cualquier relación de esta con la ética o con la vida social, "los filósofos del futuro solo podrían ser descritos, acertada o equivocadamente, como  ensayistas", seres parciales del todo opinativos, orfebres de la retórica.
Sócrates, con independencia de la famosa oscuridad de sus últimas palabras, ese gallo que hay que sacrificar a Asclepio, prefiere no huir a los bosques, fuera de la ciudad, como un cimarrón. Acepta de este modo una condena que sabe injusta pero que está dentro de los límites morales de la ciudad. Ahí también hay un mensaje que no es sólo servil o derrotista. Un mensaje que el escritor o el intelectual de hoy sigue recibiendo.